Promesa (fragmento) "La iglesia contaba con un jardín público bien cuidado, con bancos jaspeados y una estatua de piedra de la Virgen María que recibía una capa de pintura cada año, a finales de invierno. La fría estación castigaba la pintura de la santa figura, dejando un trozo piedra descascarillada y envejecida que se asemejaba a una escultura primitiva. A la gente del pueblo nunca se le ocurría proteger la estatua con algún tipo de cobertura cuando llegaban el hielo y la nieve. En vez de ello, se mostraban extrañamente orgullosos de cómo habían tratado los elementos a la madre de Dios. Nuestros padres tenían poca fe en todo lo referente al pueblo. Nunca habíamos rezado o asistido a misas en Santa María Estrella del Mar. Hacía años que mamá y papá aseveraban que la única razón por la que se habían instalado en Salt Point, este pueblecito del estado de Maine, era el buen trabajo que había encontrado mi padre. Era profesor de escuela. Nuestros padres habían podido adquirir unas cuantas hectáreas de tierra que nadie quería, situadas más al interior, lejos de la costa. Sin embargo, yo sabía que ese no era el único motivo. Después de que naciera Ezra, mi hermana mayor, mis padres habían decidido marcharse de Damascus, mudarse a un lugar donde nadie conociera la tragedia de los Kindred. En Salt Point no habría nadie que le recordara a mi padre los ambiciosos sueños de sus abuelos. Nadie se extrañaría de que solo tuviera un brazo, porque en el pueblo había pescadores a quienes también les faltaban piernas, brazos, ojos, y fe. En Nueva Inglaterra, a nadie le interesaría lo más mínimo la obstinada juventud que había vivido mi padre en algún lugar del sur, ni tampoco la relacionarían con su incapacidad para enfadarse o meterse en líos. Mi padre creía que el hombre adquiría su gracia y dignidad mediante su forma de vivir. Despreciaba la idea de un padre desconocido cuyo rostro nunca había vislumbrado, exceptuando en el fuego eterno. Quizá no sabía cómo buscar a un padre así porque nunca había conocido al suyo. Papá estaba obligado a reconocer su propio rostro. Todavía a estas alturas, no sabía qué pensar sobre el cielo o la resurrección. En el lugar donde vivíamos, nuestras caras no habrían sido bien recibidas por la gente del pueblo en las misas matinales del domingo. Durante muchos años mi padre se había negado a arrodillarse ante un dios que le había arrebatado tanto su brazo como la vida de su hermano pequeño, del cual se negaba a hablar. Solo le habíamos oído pronunciar el nombre de nuestro tío cuando tenía pesadillas y sus propios gritos le despertaban. Nuestra madre decía que papá se sentía culpable, aunque cualquiera hubiera atribuido la tragedia a una tontería. El único sitio donde mi padre no tenía miedo era dentro de las páginas de los libros que amaba y enseñaba." epdlp.com |