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El principio del mundo (fragmento) "No olvidaré nunca ese lunes 31 de marzo, día que escogió el gobierno militar saliente para el inicio de clases en todas las escuelas públicas del país. Cómo me costó dormir la noche anterior y cómo desperté antes del amanecer, los ojos abiertos pegados al cielo raso. Cuando mamá al fin nos llamó salté de la cama luchando por no demostrar la ilusión de desayunar al lado de mis hermanas con la misma premura para llegar a la escuela: no quería que se burlaran de mí. Irene y Virginia sabían ir solas a la escuela secundaria, del otro lado de la Avenida Grande, de modo que ellas fueron por su cuenta mientras mi madre me tomaba de la mano por las calles estrechas del barrio. Llevaba el pelo cortísimo y el uniforme rígido porque era nuevo y a las espaldas la mochila con cinturones cargada de cuadernos y de libros forrados con papel lustre y Vinifan, la lonchera con frutas y huevos duros y una cartuchera de cuerina ploma que contenía —lo recuerdo perfectamente— mi lápiz Mongol amarillo, mi tajador con forma de liebre de plástico rojo, mi borrador blanco para corregir errores y mi cuaderno de borrador. Estaba listo. Estaba un poco nervioso. Solo a los metros descubrí a varios niños como yo, también de gris, que iban solos o de la mano de sus madres a sus colegios. No todos iban al mío. Aún recuerdo el trayecto a través del pasaje por la calle que iba detrás de la iglesia y desembocaba en un parque grande y cuadrado en cuyo centro había una pequeña rotonda con hierbajos y del otro lado una explanada de cemento que antecedía la visión de mi primera escuela: el paredón con una entrada de rejas naranjas delante del cual, sobre el piso que era parte del parque, muchos niños de plomo se iban alineando en filas ante la mirada de varios adultos que los miraban. Un hombre de frente reluciente y ojos hundidos se movía entre las líneas con el brazo extendido. «Primero A», gritaba. «Primero B». «Primero C»... Yo sabía que mi sección era la «D». Mi madre me la indicó y fui hacia ella y me puse casi al final de una fila de niños desconocidos con cortes igual de radicales que el mío. Era una mañana de sol indeciso, como algunas de abril. Sentía ganas de girar la cabeza para buscar a mi mamá, pero no lo hice. Sentía el calor de su mano todavía en la mía. Me esforzaba por concentrarme en las palabras de la directora del colegio, la señora Leonidas Salcedo, que hablaba de la educación y del Perú, pero me costaba, sin duda por la emoción. La Marcha de banderas, en cambio, el himno que honraba a ese sagrado símbolo de mi país y que salió emitido por un parlante mientras mirábamos izarse de a pocos la verdadera bandera del Perú, esa que yo había dibujado con colores y plumones en las remotas clases de la escuela inicial, capturó toda mi atención y me erizó la piel." epdlp.com |