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Las poseídas (fragmento) "Tenía el aire de educada condescendencia de quien se sabe de paso, de quien conoce íntimamente la mecánica cruel, azarosa (y en definitiva poco importante) de los ciclos del afecto. A los quince años nada tenía que aprender. (…) Siempre que algo la alteraba (la vi hacerlo varias veces), buscaba cosas para contar, como si la división del tiempo en fragmentos disminuyera la intensidad de su experiencia. (…) No me interesaban las fiestas de las otras en el colegio de varones ni sus rebeliones de las siete y cuarto de la mañana, cuando recién salidas del coche de sus madres, en vez de entrar a la escuela, enfilaban hacia la playa de Olivos a tomar el sol semidesnudas para mayor regocijo de los villeros de la zona. Ni siquiera tenía curiosidad por sus proezas físicas, un rubro que para mí incluía tanto a las atletas como a las Iniciadas: mientras unas sacrificaban los recreos al perfeccionamiento de tirabuzones, verticales y rondeaus, las otras se congregaban en grupitos donde intercambiaban impresiones sobre sus orgasmos y las mejores formas de chupar, lamer y sacudir para llegar intactas al matrimonio. Años después descubriría que la mayoría mentía o repetía historias que había oído a sus primos o a sus hermanos. El silencio y los libros me habían hecho ganar cierta inmunidad no exenta de desprecio. Una especie de derecho a la invisibilidad, como el de los sirvientes. Podía asistir a esas conversaciones sin que nadie me interpelara ni se preocupara por que fuera a escandalizarme o a repetir sus hazañas frente a las monjas de la escuela. Esa predilección por el silencio era lo único que Felisa y yo teníamos en común. Todo en ella era extraordinario. Desde el pelo largo y grueso, negro con reflejos colorados, que parecía no lavar ni peinar nunca, hasta su voz grave, perturbadora." epdlp.com |