La Caracola (fragmento)José de la Cuadra
La Caracola (fragmento)

"Como es de buena técnica comenzar presentando a los personajes, antes que nada describiré a la muchacha que se llamaba Perpetua o algo por el estilo. Para mis paisanos, con decir que era guayaquileña ya la he descrito brillantemente; pero, como quiero creer que me leerán incluso extranjeros, debo añadir que, además, era morena. Con esto sí me parece que es bastante.
El general José de San Martín creía lo mismo que yo; y así se lo expresaba a su amante guayaquileña, la ´Protectora´. Samuel Morales era dueño de una canoa vivandera, en la cual navegaba, en plan de comercio, por los ríos montuvios. Se le conocía venir, desde lejos, por el prolongado grito de su caracola, que sonaba como un cuerno de caza.
Las patronas ricas se agitaban en sus cocinas:
-Hay que renovar la provisión.
-Ahá.
-Harinas. Sobre todo, harinas. Y víveres serranos. Llámenlo.
-¿Para qué? Ya apegará. Siempre lo hace. En efecto. Jamás Samuel Morales dejaba siquiera de acercarse a alguna casa, por humilde que fuese.
Aquí decía:
-¿No se les ofrece nada?
-Nada, mismo.
El vendedor ambulante recitaba de corrido la retahila de sus artículos.
-Nada, don Morales; no queremos nada. Samuel Morales meditaba un momento. Luego, decía a la compradora remolona:
-Si necesita, lleve no más lo que sea, patrona. No importa que no tenga platita. Me pagará otra vez cuando mismo pueda...
Le compraban.
El conocía a su gente miserable, a su gente ´que no tenía platita´.
Por supuesto que cobraba después, casi siempre. No sabía leer. Contaba, apenas. Pero tenia una memoria maravillosa:
-¿Se acuerda, doña Angelita? El día del aguacero grande del mes pasado, le dejé...
Y seguía una lista de menudencias, con precios en centavos y medios centavos. Mas, no exigía. Cuando advertía que era menester, daba más crédito, todavía:
-Lleve, no más. Me pagará cuando venda el arroz. No se preocupe. Referíase a que, en ocasiones, hasta ayudaba a sus clientes con pequeños préstamos y, en toda forma que le era factible.
Cierta vez, la viuda Moreno, que le debía diez sucres, lo llamó:
-¿Podría dejarme, don Samuel, cuatro velitas?
-¿Y comida? ¿No quiere comida?
-No; sólo las velitas.
-¿Y para qué, ah? ¿Para qué?
La viuda se echó a llorar. Morales subió a la casa. En media sala, en el piso de tablas, estaba tendido un cadáver infantil.
La viuda explicaba absurdamente:
-Se me murió, ¿Sabe? ¡era mi hijo y se me murió! Y necesito cuatro velitas. ¡Le pagaré lo más breve!
Samuel Morales bajó hasta su canoa. Volvió luego con un paquete de cirios y unas varas de tela blanca.
-Aquí están las velas, señora. No le cuestan nada, mismo. Y este rúan... P el ataucito, ¿sabe?
Así era Samuel Morales, comerciante montuvio.
Sólo en las novelas el amor principia desde un límite fijo y determinado. En la vida real, la cuestión sucede de manera distinta. Va naciendo sin saberse cómo. Se va formando -eso es- como las nubes tupidas en el cielo claro; empieza claro; empieza por ser apenas una mancha turbia contra el azul hasta preñarse de negrura y de amenaza.
Nadie podría decir, y mucho menos ellos mismos, pues jamás supieron exactamente si se amaban; nadie podría decir, ni siquiera las bravias comadres de la orilla, cómo se iniciaron los amores de Samuel Morales y la muchacha guayaquileña.
Ella pasaba vacaciones en la hacienda de unos parientes -´El Tesoro´- en las riberas del Vinces.
El frecuentaba aquellas zonas con su canoa vivandera, anunciando su ambulante comercio con el canto de la caracola.
Desde Vuelta Perdida -una curva inútil del río-, Samuel Morales sonaba su caracola. Se detenía en el muelle de la hacienda, y negociaba con las gentes de ´El Tesoro´. Luego se alejaba a remo lento. En la Vuelta de los Tamarindos, hacia el norte, antes de perderse detrás de los árboles solemnes, sonaba otra vez la caracola.
Ella, asomada en la gran galería de la casa, lo miraba. Volvía él luego por la noche, hacia el sur, para rehacer su camino en la mañana. Y esto ocurría cada día.
En propiedad, aquí cabria concluir la historia de estos vagos amores, en los que no acaeció nada de extraordinario. Más, como también es de buena técnica anular incidentes en la narración antes de arribar al desenlace, procuraré recordar alguno y relatarlo.
Cierta ocasión ella se sentiría un poco niña. Lo era, después de todo, con sus diecisiete años alocados, sus trajes de organdí y su melena en alboroto. Quizo comer caramelos de color, y bajó hasta la rambla a comprarlos de la canoa vivandera.
Samuel Morales sintió algo muy extraño en su cuerpo y en su espíritu, al contemplarla tan cerca de él. Habría querido no recibir la moneda que le extendía; pero, no juzgó prudente hacerlo. Se desquitó entregándole más caramelos de la cuenta: del doble, el triple del valor de la compra. Luego, de improviso, le inquirió:
-Usted, señorita, ¿sabe nadar?
Ella contestó que sí, que sí sabía nadar y agregó:
-¿Por qué me lo pregunta?
El apenas supo responder:
-Por nada; vea; por nada.
-Ah...
Pero, Samuel Morales mentía. Era que ahora sentía su corazón heroico, vibrante en un hazañoso impulso irrefrenable. Le hubiera gustado, por ejemplo, que ella no supiese nadar y resbalara al rio... El la habría salvado entre los brazos fornidos, oprimiéndola contra su ancho pecho de remero. Usted regresa de noche, señor, para volver de mañana, ¿no?
-Así es.
-¿Y por qué no suena la caracola?
Nada impidió que él le dijera entonces:
-La sonaré... despacito... para que usted me oiga, no mas.
Ella sonrió levemente.
A Samuel Morales le pareció en ese momento que su canoa no se balanceaba en las sucias ondas del Vinces, sino en verdosas aguas de Kananga, su olor favorito.
Desde aquella ocasión, cada noche sonaba su caracola en la Vuelta de los Tamarindos y en la Vuelta Perdida, al rehacer el camino. Ella, desde su cama, bajo el toldo que la defendía de los mosquitos y de los primos resbaladizos, lo escuchaba y, medio dormida, sonreía. Así transcurrieron los meses hasta que la muchaha porteña que se llamaba Perpetua o algo por el estilo, dejó la hacienda para reintegrarse a su colegio de Guayaquil.
Por supuesto, en el río Vinces ha seguido sonando la caracola de Samuel Morales.
Pero ahora su canto es triste, como el de las valdivias, que anuncian la muerte bajo la noche medrosa.
La muchacha no volvió jamás a ´El Tesoro´. Seguramente se habrá casado y tendrá un rondador de chiquitines. Pero hasta mucho tiempo después de su estada en la hacienda, hasta cinco años después, para ser preciso, cada vez que se sentía tomada de melancolía, imitaba con su voz virginal, el canto de la caracola navegante.
Era curioso constatar que ello le traía una plácida consolación. Esta fue la historia de amor que no quisieron entenderme mis paisanos de Pueblo Viejo, minúscula aldea perdida en el agro montuvio. "



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