Carla está convencida de que Dios leyó Ana Karénina (fragmento)Javier Chiabrando
Carla está convencida de que Dios leyó Ana Karénina (fragmento)

"Qué calor hace en este taxi, le dije después. ¿No tiene usted calor? Por la ventanilla derecha se veía la cancha de River y por la izquierda una pizzería, después una casa, después otra pizzería, autos y motos. El taxista dobló por Boyacá (¿Boyacá?) en contramano, hizo cincuenta metros y estacionó debajo de la copa de un hermoso árbol sin frutos, entre un camión y un volquete. Yo busqué con la vista un cartel que corroborara que estábamos efectivamente en la calle Boyacá y no lo encontré. Él se dio vuelta. Tenía más o menos mi edad y se estaba quedando pelado además de ser feo. Apagó el motor para que oyéramos mejor lo que decíamos y puso la radio más fuerte para que las conclusiones surgidas de nuestro intercambio de sabiduría no llegaran a los oídos de los vecinos. Dijo algo en relación a mis encantos y yo le contesté que sabía cuándo moverme y cuándo no.
—Las mujeres tenemos ese don, esa cualidad innata, entre otras: enhebrar agujas microscópicas, acomodar las ollas para ahorrar espacio.
Se rió y de un salto se sentó a mi lado. Yo me reí, pero de sus zapatos de dos colores. Quiso besarme. Aparté la cara y sus labios me rozaron el cuello. En la radio anunciaron una canción que me gusta mucho. ¿Cuánto dura una canción? ¿Tres minutos? ¿Una hora? Todo ese tiempo estuvo mojándome el cuello. Se divertía como si hubiera descubierto un atajo para volverse bello. Pero no. Seguía teniendo los dientes feos, las manos pequeñas y redondas de arlequín de Picasso y el pelo no le había crecido.
Además olía mal. No, le dije, yo no tengo la culpa. Él puso las manos regordetas en mis piernas, en mis pechos, en mi cara. Pero yo no tengo la culpa, insistí. Claro que no, mi amor, me dijo confianzudo. La canción linda había terminado hacía dos canciones atrás y la música que pasaban no me gustaba. Nunca me gustó el tango.
—No me gusta el tango —le grité.
Ni siquiera dejó de tocarme para cambiar de música. Era un caso curioso. No quería dejar de ser nómada ni de ser sedentario. Se conformaba con tocarme un poco. No sabía el peligro que corría ni era consciente de su fealdad. Quizá era un típico sedentario. No quería cambiar. No quería otra música. No quería improvisar con sus manos. No pretendía un mejor cutis. Logré apartarlo un poco. Dios mío, estaba más feo que nunca. Su madre daría vuelta la cara al verlo. No me gusta dar consejos, le dije. Él esperó mis palabras como si provinieran de la boca de un profeta. (Qué burro, nunca hubo mujeres profetas).
—Tenés que nomadizarte. Moverte —traduje sabiendo que no me iba a entender.
Como respuesta me metió una mano por abajo (volvió otra vez la moda de la minifalda, ¿vieron, chicas?) y me tocó ahí antes de tironearme la bombacha. No me desagradó pero hacía demasiado calor. Abrí la puerta para bajarme y él la cerró. Si no querés cambiar, jodete, le dije. Me pegó una cachetada con la mano abierta. Después de todo, sus manos podían innovar. Le sirvieron primero para acariciarme y luego para golpearme, para cerrar la puerta, para defenderse de mis golpes y para tirarme del pelo cuando atrapé con mi boca una de sus mejillas, después el labio y por último el cuello y lo mordí hasta que el taxi completo se llenó de olor a sangre. "



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