El baile (fragmento), de Las historias más tontas del mundoHugo Fontana
El baile (fragmento), de Las historias más tontas del mundo

"Eran unos zapatos blancos, de tacos altos, finísimos, de capellada brillante, como de charol, que la madre le había comprado en Montevideo. No amanecía aún porque era setiembre u octubre, y ella se había sacado los zapatos y los había puesto a un costado sobre el mismo escalón en que estaba sentada y los zapatos, entonces, parecían de otra persona. Ella movía los dedos, los bellísimos pies -a los quince años todo pie femenino es bellísimo- y las piernas, no como si siguiera bailando, sino como si hubiera empezado a correr.
Yo me acuerdo porque el que estaba sentado a su lado era yo, pero no era el novio ni nunca lo hubiera pretendido, ni siquiera su mejor amigo ni su compañero de clase, pero los raros caminos de esa noche se habían cruzado de tal forma que terminamos juntos, cansados, mirando desde la escalinata del Club Unión la plaza donde todavía algunos conocidos celebraban o trataban de curar sus borracheras y hablaban a los gritos o murmurando y a veces se abrazaban entre sí o concluían una carcajada con gestos violentos, desorbitados. Ella, con los pies sobre el mármol frío, aliviada, ya tenía los ojos tristes y una risa pretenciosa, ajena, que parecía prometida a no diluirse jamás, como si esa misma noche hubiera decidido incorporarla definitivamente.
Pero eran los demás los responsables de esa risa tan altiva. Había sido la envidia incontrolada de las otras muchachas y de las madres y los padres de las otras muchachas la que había instalado esa mueca soberbia, estupenda, sobre su rostro. Porque ella estaba sentada con sus tíos en la mesa de honor y desde la otra punta del salón, apenas dieron los primeros acordes del vals, Ferreira Aldunate, de traje azul con finísimas rayas grises, de corbata también azul y camisa profundamente blanca, había cruzado la interminable pista, con los ojos desencajados y la sonrisa espléndida, y se había detenido frente a la mesa y le había ofrecido la mano para que ella se pusiera de pie y fuera a bailar con él.
(...)
Cuando me senté a su lado me miró con la risa dibujada y alta y entonces yo prendí un cigarrillo y la invité con una pitada. Nadie la había besado en toda la noche porque me devolvió el cigarrillo manchado de rouge.
En la plaza dos o tres grupos de muchachos pasaban del alborozo al silencio y luego al alborozo.
-Tocame.
-¿Cómo?
-Sí, tocame. En donde quieras.
Yo acerqué mi mano derecha a su pecho. Envolví con mi mano un seno redondo y tibio, apenas cubierto por la gasa del vestido. Nunca había tocado con tanta ternura.
Después alguien pasó a nuestro lado. La gente descendía las escaleras despidiéndose.
La risa volvió a su boca. Comenzó a mover sus pies, mirándolos, levantándolos apoyados en los talones, luego trazando incorrectos, fatigados círculos. Después movió también las piernas. No imitaba los pasos del baile. Era como si empezara a correr. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com