Corte de corteza (fragmento)Daniel Sueiro
Corte de corteza (fragmento)

"Chup, chup, chup, y unos empezaron a caerse y otros a correr, gritando.
Estaban cruzando con todo descuido la calzada, pisando las grandes teclas amarillas y blancas, que se hunden o levantan suavemente unos milímetros para desconectar en este tramo la energía que mueve los autos, unas personas hacia un lado, otras hacia el otro, entrelazándose sin chocar, todas afanosas y casi todas contentas de esta organización y del progreso que se puede conseguir o ir consiguiendo con sólo un voto por persona, y donde no hay voto, igual, con el silencio; cruzando a buen paso con la ropa interior perfectamente esterilizada y el mutuo desafío del desodorante y la colonia generalizados en nuestra civilización, recién rasurados los rostros o empolvados, los coches automáticamente detenidos, todo en orden y un sol espléndido sobre la ciudad, y de repente un hombre se tira sobre el asfalto, ha debido tropezar, un ligero salto hacia adelante y se deja caer de una manera grotesca; suena el claxon y no se levanta, sino que en seguida, allí al lado en medio de la calle y sobre el mismo paso de peatones una mujer se arrastra por el suelo, herida, mientras la niña que llevaba de la mano la llama desde la acera, sin atreverse a volver atrás para no quedar destrozada bajo las ruedas, y debajo del primer hombre empieza a aparecer la sangre y a oscurecerse, y los demás empiezan a correr y cuando aquello se despeja un poco se ven otras dos o tres personas tumbadas.
Ahora comienzan los gritos. Al principio, alguien quiso levantar a los caídos y averiguar la causa del accidente, pero al ver la sangre y sobre todo los agujeros que uno o dos tenían en medio de la frente, los que habían corrido o simplemente vuelto sobre sus pasos se enderezaron mirando asustados a su alrededor y, los que pudieron, chup, chup, echaron a correr a su vez. Los guardias se ocuparon ante todo de los conductores que atronaban la calle con las bocinas de sus vehículos, ráfagas impacientes de hombres con prisa por pasar una vez más sobre los cadáveres que ocupaban el lugar de las ruedas de sus coches, no aullidos de dolor ni de duelo, ni siquiera llamadas de aviso, sino sólo torpes manotazos sobre el aro del volante porque ya está puesta la primera y si no se arranca hay que volver al punto muerto y se tardará un minuto más en llegar a la oficina para entrar corriendo en el wáter, aparte de que si no quitan los cadáveres del paso de cebra no se establecerá la maldita conexión; pero uno de los guardias se quedó con el brazo en alto, chup, y al desplomarse sobre uno de los coches que le encajonaban hizo resonar la chapa con un duro golpe de puño.
¡Chup, chup, chup…!
¡Están disparando! ¡Alguien dispara!
Ya se podía ver que allí había muertos y heridos. De lejos llegaban todavía los bocinazos de los últimos coches, pero en el cruce, y cerca del cruce, lo único que se oía eran los chillidos, y pronto no se oyó más que el alocado ruido de los pasos al correr la gente de un lado a otro, las puertas de los coches al cerrarse de golpe, los motores todavía en marcha. Algunos de los conductores se habían bajado y se sumaban a los peatones en su búsqueda de refugio; otros se habían tumbado sobre los asientos, o tras ellos, o debajo, conteniendo la respiración. Y entonces fue cuando de verdad todos o casi todos pudieron entender, chup, chup, el sonido seco y como lejano, casi silencioso, de los disparos desde algún punto realmente cercano, chup, chup, chup, y la gente seguía cayendo aquí y allá.
Un policía había desenfundado rápidamente su pistola y, protegido por las duras carrocerías de los autos, detenidos y casi pegados unos a otros en medio de la calle, se había deslizado como un zorro por entre ellos con la pistola y el brazo un poco levantados, hasta que algún cristal o algo le cegó, sólo un relámpago rápido de luz y fuego en alguna parte alta de alguna casa cercana, según confesó luego, así que de pronto se puso a disparar, tac, tac, tac, todo el cargador de 24 balas afiladas con la pequeña muesca del Estado, y los cristales de la sexta planta del Tourist Bg., dobles cristales con cámara aislante en medio, aún no blindados, saltaron hechos trizas y en cuestión de segundos un modelo de aire acondicionado para oficinas como aquél quedó inutilizado al establecerse la corriente con la atmósfera viciada y caliente de la ciudad, y aún sigue el pleito del Tt. Bg. contra el Estado.
En otro lugar cercano, la pareja del automóvil de patrulla estaba llamando por radio.
Con los tiros del policía y el ruido de los cristales rotos, el pánico había cundido aún más. Algunos aprovecharon o quisieron aprovechar el momento para salir de sus coches y tratar de ocultarse en algún sitio más resguardado, otros se lanzaron entonces a correr por las aceras para ganar un portal en que acaso tuvieran que entrar de todos modos, aunque menos descompuestos, si lo lograran, para tratar de realizar una gestión o ultimar un negocio, sin meterse con nadie, sólo cada uno a lo suyo como ha ocurrido siempre y fastidiar lo más posible al prójimo, pero chup, chup, dos ejecutivos que iban juntos y se separan y caen, y chup, chup, chup, un solo disparo muy poco ruidoso, lejano, o cercano, seco para cada uno de los que se ven caer en diversas posturas calle adelante, sembrando las aceras, colgando de las puertas de los coches, ahora frenados en las calles, a ambos lados del cruce, o mejor en los cuatro brazos de la cruz, en el centro de la ciudad; parados de dos, de tres, de cuatro en fondo o anárquicamente todo a lo largo de las calles, en el lado de la dirección obligatoria correspondiente, cientos y ya miles de coches a los que se van sumando más y más segundo a segundo. Los cadáveres y los cuerpos de los heridos esparcidos por entre los coches pero sobre todo tirados en el cuadrilátero formado por los cuatro pasos de cebra electrónicos, cuerpos inmóviles, cuerpos gimientes, brazos alargados y torcidos, brazos ocultos bajo el cuerpo, cabezas inclinadas, cuellos sangrantes y vueltos, piernas rotas, piernas descoyuntadas y pies descalzos, zapatos. Papeles, bolsos, carteras negras rectangulares, con un filo plateado y el cierre automático. La sangre deslizándose hacia bajos rincones, oscureciéndose, pegándose ya al asfalto. Al sol en algunos lugares, los menos; a la sombra de los altos rascacielos, de los edificios silenciosos e impenetrables, casi invulnerables. Todo quieto de pronto, a la espera, y todo en silencio.
Luego se oiría el zumbido de las aspas del helicóptero y en seguida se le vio cruzar rápidamente el cielo, demasiado alto, sin atreverse a entrar entre los altos edificios, pasadas constantes y cada vez más ruidosas, demasiado fugaces tal vez. "



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