Los malditos y los muertos (fragmento)Viktor Astafiev
Los malditos y los muertos (fragmento)

"El tren crujía con frialdad, aullando, como si su férreo armazón estuviera agotado por una carrera sin tregua. La nieve se quebraba bajo las ruedas y los vagones y las partes metálicas de las ventanas eran rociadas con perlas grises de hielo. El tren, que venía de algún lugar remoto, se encogía sobre sí mismo, hastiado y aterido.
A ambos lados, delante y detrás, todo era desolación. El lugar donde se había detenido estaba envuelto en niebla inmóvil, el cielo apenas se distinguía de la tierra, fusionándose ambos en la oscuridad helada. Había algo desesperadamente extraño, algo sobrenatural, desolado, como una criatura sin nombre que roía el suelo con sus romas garras en el momento de la muerte y perforaba la fortaleza de la niebla helada con chasquidos y silbidos decrépitos, los últimos estertores, apenas audibles, de un alma agónica.
Era el sonido de un bosque en invierno, respirando superficialmente, aterrorizado por cualquier movimiento o que pudiera desgarrar los árboles que eran su carne y su duramen. Ramas de pino y agujas, ramas de hoja perenne y nítidas, frágiles como el frío, muriendo por su propia voluntad, se deslizaban hacia abajo sin cesar, en el bosque saturado de nieve, convirtiéndose en inútiles escombros, detritus de madera que sólo sirven para la construcción de hormigueros y nidos para pájaros negros y pesados.
La silueta del bosque, sin embargo, apenas era visible. Sólo podía imaginarse que la cortina de hielo era especialmente densa e impenetrable. Sin embargo, una onda apenas detectable rodaba a partir de ahí, un soplo de vida tranquilo, insistente, en desacuerdo con la esterilidad de la tierra aprisionada por los grilletes de Dios. Desde la dirección donde el bosque tenía que ser imaginado y en el que aún se podía oír la respiración del desierto gris, llegó lo que parecía ser el último aullido de algún animal en su agonía. Se extendió y se hizo más fuerte, hasta que llenó la tierra y el cielo distante e invisible, una melodía que sin lugar a dudas perforaba el corazón. Ese grito, viniendo de tan lejos, en un mundo de niebla y ruedas, apenas penetró, bramando de forma sofocante en el silencio cada vez más audible, más cercano, más incesante.
Leshka Shestakov, cómodamente instalado en el cálido vagón, comenzó a distinguir en medio de aquella incertidumbre, el sonido de pies marchando, el estruendo de alguna ingente formación militar y el sonito del tren de hierro apretando los dientes. Sintió el éxtasis de la trémula inquietud. Comenzó a darse cuenta de lo nebuloso que era el mundo.
Todo el tiempo estaban siendo conducidos fuera de los vagones por hombres malévolos que llevaban uniformes muy gastados, alineados junto al tren salpicado de blanco, divididos en grupos de diez, tratando de averiguar quién estaba cantando, dónde y por qué. "



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