Desde París (fragmento)José María Eça de Queiroz
Desde París (fragmento)

"Visiones como las suyas ¿quién no las tenía en la Edad Media? Francia, incluso en la época de Juana, estaba llena de inspirados que conversaban con Jesucristo, sudaban sangre, arrastraban multitudes con el embeleso de sus prédicas o con la evidencia de sus milagros. Mujeres que agarrasen una lanza y combatieran en los asedios derrotando a astutos capitanes, tampoco eran raras, incluso en el prosaico siglo XV. En los tiempos de Juana, las matronas de Bohemia batallaban en las guerras de los husitas como «muy feroces diablos», según dice el viejo Monstrelet. No faltaban ni inspiradas ni amazonas; lo que ninguna tenía, como Juana, era el firme y afinado juicio en medio de la alucinación mística, y la dulzura y la tierna bondad en medio de las escaramuzas y de la brutalidad de las armas. En esto consiste su privilegiada originalidad, que le granjeó una espléndida fama como patrona nacional.
Sin embargo, esta gloria de Juana no siempre se mantuvo intacta y reluciente. Bien podemos afirmar que nada más producirse su rehabilitación por Calixto III, y como si Francia hubiera saldado su deuda con la pastora, que por ella había vivido y sufrido, Juana de Arco empezó a ser olvidada. Su memoria debía de resultar incluso inoportuna a la corona y a las clases nobles. Haber recibido un trono, y un trono hereditario, de manos de una pastora de ovejas, no puede ser un recuerdo agradable para una vieja casa real. El único interés del clero, por su parte, era que se estableciese un pesado silencio sobre aquella santa a la que había quemado por uno de esos yerros tan frecuentes en los cleros instituidos, desde el pavoroso yerro del Gólgota. Y por aquel entonces, el pueblo, en Francia, no existía como tal pueblo francés; era apenas una confusa suma de pueblos diferentes, sin comunión de sentimientos, donde no podía nacer un culto patriótico por quien había trabajado tan apasionadamente por la unidad de la patria. En realidad, creo que cuando el último de los capitanes ingleses, para cuya expulsión ella se había armado a la voz de Dios, abandonó el suelo de Francia, Juana ya sólo era recordada con amor por algún oscuro siervo de su aldea de Domremy, o por algún agradecido burgués de la Orleans que ella había salvado.
Los poetas del siglo XVI aún le cantan a la virgen lorenesa, pero a través del naturalismo pagano del Renacimiento aparece con rasgos lamentablemente deformados. Ya no es la dulce, la cándida virgen cristiana, iluminada por Dios para arrancar de su postración al pobre reino de Francia, sino una valiente amazona que ama la sangre y la guerra, y que corre hacia ella por el mero y brutal deseo de destruir, de golpear. Así la representa un poeta de la época: armada, como una Diana, con arco y flechas, y consagrada por entero al fiero Marte. "



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