La cena (fragmento)César Aira
La cena (fragmento)

"Esta recurrencia de los recuerdos de pozos, muy primitivos y quizás fantásticos, quizás venía a simbolizar “huecos” de memoria, o mejor huecos en las historias, que no sólo no se dan en las historias que cuento yo, sino que siempre estoy rellenando en las que me cuentan. A todo el mundo le encuentro fallas en el arte de narrar, casi siempre con razón. Mi madre y mi amigo eran especialmente deficientes en ese aspecto, quizás por esa pasión por los nombres, que impedían un desarrollo normal de las historias.
Era realmente mágico. Les venían a los labios con una facilidad automática, en enormes cantidades. ¿Tanta gente vivía o había vivido en Pringles? Cualquier motivo era bueno para provocarles un nuevo racimo de nombres. Los que vivían en la cuadra. Los que se habían mudado de esa cuadra. Los que habían malvendido sus casas. Los que tenían plantaciones de hierbas aromáticas. Esto último salió a raíz de un elogio que empezó a hacer mi amigo de la comida, que derivó en el cuento de cómo había conseguido la salvia fresca para ponerle al arroz. La que venía envasada no era tan buena, en el proceso de secado perdía el aroma. Y su propia plantación de salvia había sido destruida casualmente unos días antes en uno de los tantos arreglos y ampliaciones que le estaba haciendo siempre a su casa. De modo que esa tarde había salido a tocarles el timbre a conocidos que sabía que tenían almácigos de hierbas. No tuvo suerte con el primero; su salvia estaba contaminada con un polvo quizás tóxico, quizás lavándola bien se la podía usar pero no valía la pena si era para quedarse de todos modos con la sospecha de que se iban a envenenar. Le pregunté si habían usado algún insecticida. ¡No, mucho peor! Además, Delia Martínez, que de ella se trataba, no usaba ningún producto químico en su jardín. El nombre, que para mí no significaba nada, sacó a mi madre de su silencio. ¿Delia Martínez, la casada con Liuzzi? ¿La que vivía en el Boulevard? Sí, era ella. Me llamaba la atención esa costumbre de referirse a las mujeres por su apellido de soltera; era como estar sacando a luz todo el tiempo la historia de la gente. Mamá dijo que se la había encontrado el día anterior y le había contado la angustia que estaba viviendo por culpa de la estatua... Mi amigo la interrumpió: justamente ése era el motivo de la contaminación de sus salvias, y demás hierbas, y de todo el jardín. Me explicaron, dando por sentado que yo no lo sabía, que esta mujer vivía frente a la plazoleta del boulevard donde estaba trabajando hacía meses un escultor, en un monumento comisionado por la Municipalidad. El polvillo del mármol volaba hasta su casa, la obligaba a vivir con las puertas y ventanas herméticamente cerradas, y había cubierto hasta la última hoja del jardín que era su pasión y su obra maestra de toda la vida. Había ido a quejarse al Intendente, a la radio, y a la televisión.
Con gesto preocupado y mirando el plato a medio comer, mamá dijo que el polvo de mármol era malísimo para la salud. Era una novedad para mí, y me pareció un disparate, por lo que empecé a decir algo, con intención de disculpar a mi amigo en el caso de que hubiera usado esa salvia, pero él ya estaba dándole la razón enfáticamente: era lo peor que hay, un veneno, podía llegar a matar. Debía de saberlo, por su profesión. ¡Por supuesto que no había recogido salvia del jardín de Delia, que por lo demás nunca se la habría dado en esas condiciones! No, la salvia que condimentaba el arroz que estábamos comiendo provenía de otro lado. La misma Delia Martínez le había dado el dato bueno. La que tenía salvia era la señora de Gardey, la dueña de la Pensión Gardey. ¡Hermosa! exclamó mi madre, y empezó a hacer atropelladamente el elogio de esa mujer, que según ella a los noventa años largos seguía siendo bella, en su juventud había sido Miss Pringles, y era hermosa por dentro como por fuera: buenísima, amable, dulce, inteligente, una excepción entre las viejas malas del pueblo. Mi amigo asintió con distracción y terminó el cuento diciendo que cuando fue a verla, la anciana señora lo había recibido diciéndole que no tenía habitaciones disponibles, que lo sentía muchísimo pero el casamiento de unos estancieros franceses había traído tanta gente al pueblo (algunos hasta de Francia) que su capacidad se había colmado: cuando él le explicó a lo que iba, ella fue a buscar unas tijeras, lo llevó a su jardín al fondo y cortó las hojas de salvia, no sin antes brindarle una “visita guiada” por su establecimiento. Mi madre: es hermosa, la pensión, tan bien cuidada, tan limpia, ella iba de joven a los bailes de carnaval que organizaba el difunto Gardey. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com