Nedda (fragmento)Giovanni Verga
Nedda (fragmento)

"El hogar doméstico era siempre a mis ojos una figura retórica, buena para encuadrar los afectos más dulces y serenos, como el rayo de luna para besar las rubias cabelleras; pero me sonreía al oír que el fuego de la chimenea es casi un amigo. Me parecía, en verdad, un amigo harto necesario, a las veces fastidioso y despótico, que poco a poco quisiera atarnos de pies y manos y arrastrarnos a su antro humoroso para besarnos a la manera de Judas. No se me alcanzaba el pasatiempo de atizar el fuego, ni la voluptuosidad de sentirse inundado por el resplandor de la llama; no comprendía el lenguaje del leño crepitando desdeñoso o rezongando en llamaradas; no tenía acostumbrados los ojos a los caprichosos dibujos de las chispas, corriendo como azul y roja, que ora lame tímida o acaricia graciosamente, ora se eleva con orgullosa petulancia. Cuando me inicié en los misterios de las tenazas y el fuelle, me enamoré con grandes transportes de la voluptuosa ociosidad de la chimenea.
Abandono pues, mi cuerpo sobre la butaca, junto al fuego, como dejaría un traje, encomendando a la llama el cuidado de hacer que mi sangre circule más cálida y que mi corazón lata con más fuerza, y a las chispas fugitivas que revolotean como mariposas enamoradas el que mantengan abiertos mis ojos, y hagan al par errar caprichosamente mis pensamientos. El espectáculo del propio pensamiento revoloteando vagamente en nuestro derredor, o abandonados para correr lejos, e infundir, sin que nos demos cuenta, soplos de dulzura y amargura en el corazón, tiene indefinibles atractivos. Con el cigarro medio apagado, entornados los ojos, las tenazas escapándose de los flojos dedos, vemos venir de lejos una parte de nosotros mismos y recorrer distancias vertiginosas; parécenos que pasen por nuestros nervios corrientes de atmósferas desconocidas; probamos, sonrientes, sin mover un dedo ni dar un paso, el efecto de mil sensaciones que nos harían encanecer y surcarían de arrugas nuestra frente.
Y en una de esas peregrinaciones vagabundas del espíritu, la llama, que se elevaba acaso sobrado cerca, me hizo ver de nuevo otra llama gigantesca, que había visto arder en el hogar inmenso de la hacienda del Pino, en las faldas del Etna. Llovía, y el viento bramaba encolerizado; las veinte o treinta mujeres que recogían la aceituna de la finca hacían humear sus faldas mojadas de la lluvia, ante el fuego; las alegres, las que tenían cuartos en el bolso, o estaban enamoradas, cantaban; las otras charlaban de la cosecha de la aceituna, que había sido mala, de las bodas de la parroquia, o de la lluvia que les robaba el pan de la boca. La vieja mayorala hilaba, aunque no fuese más que porque el candil colgado de la campana del hogar no ardiese en balde; el perrazo color de lobo alargaba el hocico sobre las patas hacia el fuego, enderezando las orejas a cada gemido del viento. Luego, en tanto que hervía la sopa, el mayoral se puso a tocar un aire montañés, que se iban los pies tras él, y las mozas empezaron a saltar sobre el inseguro pavimento de la vasta cocina humeante, en tanto el perro rezongaba con miedo de que le pisaran el rabo. Revoloteaban las faldas alegremente, y las habas bailaban a su vez en la olla, murmurando entre la espuma que hacía surgir la llama. Cuando las mozas se cansaron, le llegó el turno a las coplas. "



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