Una canción de piedra (fragmento)Iain Banks
Una canción de piedra (fragmento)

"El invierno siempre fue mi estación preferida. ¿Ya estamos en invierno? No lo sé. Existe algún tipo de definición técnica basada en la posición del sol, pero la verdad es que uno simplemente percibe que la marea de las estaciones ha cambiado irrevocablemente; que el animal que llevamos dentro huele el invierno. Dejando a un lado la impuesta cuadrícula de nuestra cronología, el invierno es algo que se nos impone en nuestro medio mundo, algo arrebatado de la tierra por el frío y refrescante cielo y por el sol bajo y descendente, algo que permea el alma y que se introduce en nuestra mente por la nariz, entre los dientes y a través de la barrera porosa de la piel.
Una cruda ventolera levanta y revuelve pequeñas espirales de hojas en la agrietada superficie gris de la carretera, mojándolas sobre las frías charcas de agua que hay en el fondo de la cuneta. Las hojas son amarillas, rojas, ocres y marrones; los colores de un incendio en medio de esta frialdad tan húmeda. Quedan algunas hojas en los árboles que dan a la carretera; no hay hielo que corone el parco cauce de agua en las zanjas, y a ambos lados de la llanura no se vislumbra nieve en las colinas bajo el suave sol de mediodía que cae por una ancha porción de cielo despejado de nubes. Pero aun así se presiente que el otoño ya ha pasado. Al norte, a lo lejos, unas cuantas montañas se esconden tras una asediante flota de nubarrones. Quizá haya nieve allí, en aquellas cimas, pero todavía no podemos verlas. El viento sopla del norte, desplazando cortinas de lluvia montaña abajo, hacia nosotros. Más allá de los campos que hay al sur —algunos convertidos en tierras baldías de un color pajizo pisoteado, otros cultivados, mostrando la tierra desnuda, y otros hoyados de zanjas— se elevan columnas de humo, sesgadas por la refrescante brisa. Por un instante el viento huele a incendio y a lluvia.
Los que nos rodean, nuestros compañeros de diáspora, murmuran entre dientes y caminan pisoteando la grasienta superficie de la carretera. Somos, o éramos, un afluente de la humanidad, una oleada de desterrados, como un rápido flujo arterial en este paisaje tranquilo, pero ahora hay algo que nos detiene. El viento vuelve a caer y en el rastro que deja puedo oler el sudor de cuerpos sin lavar y de los dos caballos que tiran de nuestro carruaje de fortuna. Tú llegas hasta mí por detrás, me agarras el codo, y lo aprietas. Yo me vuelvo hacia ti y te aparto un mechón de pelo negro de la frente. A tu alrededor se amontonan las bolsas y baúles que decidimos llevar con nosotros, repletos de todo aquello que pensamos que podría sernos útil y que, al mismo tiempo, no despertaría la codicia de otra gente. Algunos objetos preciados están escondidos dentro y debajo del carruaje. Has estado sentada con tu espalda contra mi espalda en el carruaje descubierto, mirando el camino que vamos dejando atrás, tratando quizá de ver la casa que abandonamos, pero ahora te estás dando la vuelta en tu asiento, intentando ver más allá de mí, con un ceño fruncido que nubla tu expresión como una mella en el rostro de una estatua de mármol. "



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