Carpe diem (fragmento)Saul Bellow
Carpe diem (fragmento)

"Una vez más, el vetusto violinista le apuntó con el arco cuando pasó deprisa frente a él. Wilhelm no le dio limosna y se negó a ver cualquier presagio. Se abrió camino pesadamente a través del tráfico, y con sus pasos cortos y rápidos, subió la escalera de entrada del hotel Gloriana, con sus espejos oscuros, tan benévolos con los defectos de la gente. Desde el vestíbulo, telefoneó a la habitación de Tamkin, y al no tener respuesta, subió en ascensor. Una mujer de unos cincuenta años, con colorete y una estola de armiño, llevaba de la correa a tres perritos diminutos, unas criaturas nerviosas de negros ojos saltones, como ciervos enanos, y patas como palillos. Era la estonia excéntrica que habían trasladado con sus animalitos al piso doce. Reconoció a Wilhelm.
-Usted es el hijo del doctor Adler-dijo.
Con cierta ceremonia, él asintió.
-Soy una buena amiga de su padre.
Él se quedó parado en el rincón sin mirarla de frente; ella pensó que quería hacerle un desaire y tomó nota mentalmente para decírselo al doctor.
El carrito de la ropa blanca estaba ante la puerta de Tamkin, y la llave de la doncella con su gran lengua de latón sobresalía de la cerradura.
-¿Ha venido el doctor Tamkin? -le preguntó.
-No, no lo he visto.
Wilhelm se asomó, no obstante, para echar un vistazo. Examinó las fotos que había sobre la mesa, tratando de relacionar las caras con los extraños personajes de las historias de Tamkin. Gruesos y pesados volúmenes se amontonaban bajo las dos varillas de la antena de televisión. Ciencia y razón, leyó, y había varios libros de poesía. El Wall Street Journal colgaba de la mesilla con hojas separadas, sujeto por el peso de la jarra plateada. Un albornoz con brillantes listas rojas y azules estaba extendido al pie de la cama, junto a un lujoso pijama estampado. Era una habitación angosta, pero por las ventanas se veía el río hasta el puente en dirección norte, y hasta Horboken hacia abajo. Entremedias todo era profundo, azul, sucio, complejo, cristalino, herrumbroso, con la roja osamenta de los nuevos bloques que surgían sobre los acantilados de Nueva Jersey, y grandes trasatlánticos en sus muelles, los remolcadores con sus barbas de cordaje. El salobre olor de la marea llegaba desde el río hasta aquella altura, como un olor de agua de fregar. Por todas partes se oían pianos, y voces de hombres y mujeres entonando escalas y ópera, todo mezclado, y el ruido de palomas en los aleros.
Wilhelm volvió a coger el teléfono. "



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