El subrayado es mío (fragmento)Nina Berberova
El subrayado es mío (fragmento)

"En aquel tiempo, me importaba más seguir en contacto con la Rusia contemporánea que mantenerme vinculada a la del pasado. Poco a poco, su rostro revolucionario se transformaba: Trotski fue marginado y, luego, exiliado. Gorki regresó a la U.R.S.S. y allí vivió afligido por cuanto veía e incapaz de prever lo que pronto ocurriría con la literatura y consigo mismo, a no ser que prefiriera cerrar los ojos a todo según su costumbre. Gorki murió y, en los últimos treinta años, el misterio en torno a su muerte no ha hecho sino crecer. Sólo se habla de ella para evocar su enfermedad y sus funerales. Después, la gente empezó a esfumarse. Decenas de nombres dejaron de aparecer en la prensa de Moscú y de Leningrado mientras, en cada una de sus páginas, podía uno encontrar el nombre de quien iba a convertirse en el objeto de lo que se ha llamado «el culto a la personalidad». Cualquier clase de culto siempre me ha producido una profunda repugnancia. El fanatismo, en cualquiera de sus manifestaciones, se me antoja la característica humana más terrorífica, más humillante y más nefasta, e, invariablemente, me provoca náuseas.
Algunos de nosotros regresaron a la Rusia Soviética. Así lo hicieron el pintor Iván Bilibin, Natasha Serova, Elena Sofronítskaia, Serguéi Prokófiev, Kuprín y, más tarde, Tsvetáieva. Casi todos esperaban encontrar allí una vida mejor, no tanto en el aspecto material como en el personal y artístico. Bilibin no era un pintor conocido en Francia y se marchó maldiciendo a los editores franceses que sólo ocasionalmente le propusieron ilustrar traducciones de cuentos rusos para niños. Natasha Serova, la hija del pintor Serov, se había dedicado a la fotografía, pero le iba mal. Elena Sofronítskaia, la hija de Skriabin y de su primera esposa Vera Ivánovna, llegó a París con su marido, el pianista, pero no regresó con él a Moscú. Tras dudarlo durante algunos años, se decidió a volver, ya que le prometieron un cargo en el museo Skriabin. No presencié la partida de Serguéi Prokófiev. Sofronítskaia me contó que Prokófiev colocó a su mujer y a sus dos hijos en un coche al que añadió un remolque para las maletas, y se marchó. Sin embargo, dudo de que así ocurriera, aunque en cierta ocasión, refiriéndose a América, me dijo:
—Mientras Rajmáninov viva, aquí no hay un lugar para mí, y Rajmáninov puede seguir viviendo durante diez o quince años. Europa no me basta y no quiero ocupar un segundo lugar en América.
Vi a Marina Tsvetáieva por última vez el 31 de octubre de 1937 en los funerales del príncipe Serguéi Volkonski, un católico de rito ortodoxo (o quizá se tratara de un oficio de difuntos ofrecido en su memoria). El oficio tuvo lugar en la iglesia de la calle Francois Gérard y yo salía a la calle. Tsvetáieva estaba en la acera, con las manos cruzadas sobre el pecho. Iba sola y nos miraba con los ojos llenos de lágrimas. Había envejecido y tenía el cabello casi completamente cano. El encuentro ocurrió poco después del asesinato de Ignatio Reiss con quien Serguéi Efrón, el marido de Tsvetáieva, había estado implicado.
Hubiérase dicho que se trataba de una apestada. Nadie se acercaba a ella y también yo pasé por su lado como los demás. En junio de 1939 partió hacia la U.R.S.S.
En aquel entonces, éramos muchos los que nos preguntábamos qué nos impedía reconocer al régimen soviético. La gente de letras estaba intranquila, sobre todo, por la política literaria establecida por el partido comunista. En la actualidad, después de las rehabilitaciones oficiales, se advierte claramente la amenaza que pesaba sobre los escritores que regresaban a la U.R.S.S. creyendo que podrían expresarse abiertamente. "



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