El prisionero de Zenda (fragmento)Anthony Hope
El prisionero de Zenda (fragmento)

"Llegó a nuestros oídos el sonido del canto. Los curas de la capilla estaban cantando misas para los espíritus de los muertos. Parecía un réquiem sobre nuestra enterrada felicidad, quizá para pedir perdón por nuestro amor que nunca moriría. La suave, dulce y lastimosa melodía se alzó y enmudeció mientras nos mantuvimos detenidos el uno frente al otro, con nuestras manos entrelazadas.
-Mi reina y mi amor!- le dije.
-Mi amor y mi verdadero caballero!- dijo ella. Quizás nunca volvamos a vernos. Bésame, mi amor y vete!
La besé mientras me lo permitió; pero al final se inclinó hacia mí, susurrando solamente mi nombre, una y otra vez-y otra vez- y otra vez; y entonces la dejé. Rápidamente caminé hacia al puente. Sapt y Fritz estaban esperándome. Bajo sus indicaciones me cambié de ropa, y ocultando mi cara, como lo había hecho más de una vez, monté con ellos a la puerta del castillo, y los tres cabalgamos a través de la noche y el amanecer, y nos encontramos en la pequeña estación al borde de la carretera a la orilla de Ruritania. El tren no había llegado, y mientras esperábamos, caminé con ellos por la pradera. Prometieron enviarme noticias; me abrumaron con su bondad, todavía el viejo Sapt estaba rebosante de gentileza, mientras Fritz era menos explícito. Escuché en una especie de quimera todo lo que me dijeron. -Rudolf! Rudolf! Rudolf!- todavía resuena en mis oídos una carga de pena y de amor. Al final advirtieron que no les ponía atención, y marcharon de un lado a otro en silencio, hasta que Fritz me tocó en el brazo, y vi a un kilómetro o más allá, el humo azul del tren. En aquel momento les di mi mano a cada uno.
-Todos somos medio hombres esta mañana- dije, sonriendo. -Pero hemos sido hombres, ¿Eh, Sapt y Fritz, viejos amigos? Hemos andado un buen camino entre todos.
-Hemos derrotado a los traidores y puesto al Rey firme en su trono- dijo Sapt.
Entonces Fritz von Tarlenheim de repente, antes que yo pudiera discernir su propósito o detenerlo, descubrió su cabeza y se inclinó como solía hacerlo, y besó mi mano; y mientras yo se la arrebataba, me dijo, intentando reír:
-El cielo no siempre hace reyes a los hombres correctos!- El viejo Sapt hizo una mueca al apretar mi mano.
-El diablo siempre tiene un capítulo en la mayoría de las cosas- dijo él.
La gente en la estación observó curiosamente a ese hombre alto con la cara oculta, pero no hicimos caso a sus miradas. Estuve parado con mis dos amigos y esperamos hasta que el tren se aproximó. Entonces volvimos a estrechar nuestras manos, sin decir nada: y los dos esta vez -y, seguro, del viejo Sapt me pareció extraño- descubrieron sus cabezas, y se mantuvieron de pie hasta que el tren me llevó lejos de su vista. Como si algún gran hombre viajara íntimamente y por placer, desde una pequeña estación esa mañana; cuando, en realidad era sólo yo, Rudolf Rassendyll, un caballero inglés, un cadete de buena familia, pero un hombre sin riqueza, sin posición y sin rango. Sin embargo, si lo hubieran sabido, habrían observado con más curiosidad. Por ser yo lo que era ahora, había sido durante tres meses un rey, que aunque quizá es algo de lo que no deba estar orgulloso, es al menos una experiencia digna de ser sufrida. Sin duda si hubiera pensado más sobre ello, el eco no habría resonado a través del aire, desde esas torres de Zenda de las que ahora me estaba alejando, en mis oídos y en mi corazón el llanto del amor de una mujer. -¡Rudolf! ¡Rudolf! ¡Rudolf!
¡Escucho! ¡Lo escucho ahora!"



El Poder de la Palabra
epdlp.com