Mujer de barro (fragmento)Joyce Carol Oates
Mujer de barro (fragmento)

"Y lo más reciente fue en enero de 1965, cuando hacía la ronda por todas las trampas a primera hora de la mañana, los malditos hermanos de Suttis que le enviaban a que se congelara en una mañana en la que ninguno de ellos quería salir, pero allí estaba Suttis tropezando en una nieve que le llegaba hasta el muslo, tiritando bajo el jodido viento helador, y la mitad de las trampas cubiertas de nieve e inaccesibles, y por fin localizó una —¡una!— a casi dos kilómetros de casa, no lo que había previsto en ese pantano helado, que habría sido una rata almizclera o un castor o quizá un mapache, sino un lince rojo; un fino silbido a través del hueco entre los dientes delanteros de Suttis, porque Suttis no había atrapado nunca un lince rojo porque los linces rojos son demasiado escurridizos —demasiado astutos—, pero aquí había cautivo uno muy joven, que parecía tener entre seis y ocho meses, con la pata trasera izquierda cogida en una larga trampa de muelle, aterrado y jadeante, lamiéndose la pata atrapada, empapada de sangre, con movimientos frenéticos de su lengua rosa, y deteniéndose para mirar a Suttis con unos ojos a la vez suplicantes y llenos de reproche, acusadores; era una hembra, parecía saber Suttis, de bellos ojos pardos con unos cortes verticales negros, fijos en Suttis Coldham, que estaba maravillado porque no había visto una criatura semejante en su vida, con el pelo de puntas plateadas, rayas y manchas en la piel del color de la caoba pulida, las orejas peludas, los bigotes largos y temblorosos, y esos ojos pardos fijos en él mientras Suttis esperaba agachado a unos metros de distancia, oyendo en el jadeo del lince rojo algo que sonaba como ¡Suttis! Suttis, no sabes quién soy, y acercándose más, arriesgándose a las garras del lince y asombrado al ver que ésos eran los ojos de su abuela paterna, que murió en Navidad cuando tenía ochenta y nueve años, pero ahora la abuela era una niña, una edad a la que Suttis no la había conocido, y de alguna forma —Suttis no sabía cómo—, le miraba desde los ojos del lince rojo y aunque el lince mostraba los dientes en un gruñido de pánico, Suttis oía con claridad la voz de su abuela-niña que le reprendía ¡Suttis! Oh, Suttis, sabes quién soy, ¡sabes que sí!
Ni por un instante dudó Suttis de que el lince rojo era su abuela paterna, ni de que su abuela paterna se había convertido en el lince, o estaba utilizando al lince para comunicarse con Suttis al saber que él se encaminaba en esa dirección; Suttis no habría podido explicar esas circunstancias tan extrañas e improbables, igual que no habría podido explicar las ecuaciones de álgebra que el profesor escribía en la pizarra en la escuela de una sola aula a la que había asistido, de forma esporádica, durante ocho años más bien inútiles, pese a que no tenía la menor duda de que las ecuaciones de álgebra eran reales, o al menos lo eran en una realidad de la que Suttis Coldham quedaba excluido; así que se apresuró a agacharse y abrir con dedos torpes la trampa para liberar la pata izquierda trasera herida del pequeño lince rojo mientras murmuraba para aplacar al espíritu de su abuela-niña —que era y no era la anciana a la que él había conocido y a la que había llamado abuela— y el lince mostró los dientes, gruñó y silbó y se retorció y le clavó las uñas en sus manos enguantadas, agujereó los guantes pero dejó las manos de Suttis casi intactas, y le arañó el rostro, una ligera herida a través de la mejilla derecha, y al instante el lince rojo estaba corriendo —cojeando, pero corriendo— con tres patas veloces y desapareciendo en los bosques nevados de alerces, sin más sonido que una inspiración asustada y sin dejar atrás nada más que unas cuantas heces de gato y trozos de pelo de puntas plateadas y manchado de sangre en las garras dentadas y horribles de la trampa, con un murmullo sibilante: ¡S’ttis! Que Dios te bendiga. "



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