Venecia (fragmento)Jan Morris
Venecia (fragmento)

"Cuando la lluvia riega las fachadas de mármol de la Basílica, hasta las losas parecen cubrirse de un brocado que corta la respiración. Incluso las aguas de Venecia parecen a veces seda recamada, como el suelo de la Piazza, que se diría blando y flexible cuando lo alumbra la luna. Hasta el propio barro es como un seno materno, como ungüento balsámico.
Pero además, el atractivo de Venecia radica también en el movimiento. Venecia ha perdido su encanto sedoso de ensueño, pero su movimiento es todavía tranquilizador y seductor. Sigue siendo una ciudad variopinta, trémula y titilante, donde la luz del sol riela suavemente bajo los puentes y las sombras cambian a lo largo de los paseos. El movimiento de Venecia no tiene nada de brusco ni brutal. La góndola es un vehículo de locomoción hermoso, las embarcaciones más pequeñas del canal avanzan con un delicado staccatato y muchas veces se ve la parte superior de un crucero pasando majestuosamente por detrás de las chimeneas. En Venecia, desde muchos sitios, mirando al otro lado del canal, se ve moverse a la gente un momento por entre los arcos de una arcada y parece que avancen con suavidad, sin esfuerzo; de vez en cuando, una anciana pasa como deslizándose, envuelta en chales negros con borlas; otras veces, un sacerdote pasa en silencio con un revuelo acuoso de sotanas. Las mujeres venecianas se mueven con la gracia de los barcos, mecidas solamente por el suave bamboleo de los tobillos. Los monjes y las monjas de Venecia pasan por las calles fugazmente, sin ruido, como si debajo de los hábitos no tuvieran pies o avanzaran en un práctico estado de levitación. Los policías de la Piazza se pasean con lentitud, sin esfuerzo, magistralmente. Las velas de la laguna dejan pasar los largos días ociosamente, quietas en el horizonte. El sacristán principal de la Basílica, cuando ve a una mujer en pantalones o con vestido sin mangas acercándose al templo, levanta su vara de plata con un ademán de despido magistralmente calmoso y, lentamente, por debajo de la escarapela, sacude de un lado a otro la cabeza del bedel conocedor del mundo. La multitud pulula por las estrechas calles comerciales con una animación relajada y aduladora; en invierno, es agradable sentarse en un bar caldeado y mirar por la ventana el desfile de paraguas, unos altos, otros bajos, que maniobran o se empujan con cortesía buscando su sitio, que suben, bajan o se ladean para encajar entre los demás como un fragmento de mosaico o un engranaje de piñones.
Y, como último análisis, la gloria de Venecia reside en el hecho incontestable de Venecia misma: en la singularidad y el brillo de su historia, en la anchurosa y melancólica laguna que la rodea, en el intrincado esplendor marino que la ha convertido, hasta el día de hoy, en única entre las ciudades. Cuando por fin dejas atrás esas aguas, guardas el sombrero de paja y sales al mar, el hechizo de Venecia se te queda pegado en la mente, el olor a barro, incienso, pescado, tiempo, porquería y terciopelo se te queda pegado a la nariz, el suave chapaleo de los canales secundarios se te queda pegado a los oídos y, vayas donde vayas en tu vida, en alguna parte notarás, por encima del hombro, una presencia rosa, almenada, temblorosa: las cúpulas, las jarcias y los pináculos retorcidos de la Serenísima. "



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