La codorniz (fragmento)Paul Vialar
La codorniz (fragmento)

"Se subió el cuello de la chaqueta y se encaminó al pueblo, lívido de despecho. ¡Ah, esas teníamos! ¡Pues bien, ya vería ella qué vida le iba a dar! ¿Acaso se creía que se había casado con ella para llevar una vida sórdida con un «dinero para sus gastos» parsimoniosamente contado? ¿Para eso había aguantado años y años las lecturas del señor de Bolestac?
Se pasó el día entero en los cafés de Laguiole, y no volvió a casa hasta muy tarde, y borracho. Canturreaba. Después de todo tenía que ser el más listo, y ceder, en apariencia por lo menos. Encontró su cena, ya fría, en la mesa del comedor, y se bebió su botella de flaujac. Daniéle le oyó subir torpemente la escalera, llamar a la puerta; pero no le abrió. Tal vez pensaba reconquistarla aquella noche, haciéndose ilusiones sobre la forma en que ella le había amado. Bajó las escaleras musitando amenazas.
Al día siguiente Daniéle no le vio. Tenía demasiadas preocupaciones para inquietarse por su ausencia. Cuando entró en el despacho de Michaud, éste le dijo que Hyacinthe había pasado ya por la notaría, dejándole una hoja en la que, mal que bien, había anotado su «posición», y en la que había quedado marcada una mancha redonda, probable huella de un vaso de aperitivo. De aquellas notas se deducía que era preciso encontrar lo antes posible sesenta mil francos para hacer frente al déficit, y que todo lo que había puesto como fianza estaba irremisiblemente perdido.
Michaud no le ocultó que, aparte del rebaño y de las nueve hectáreas del campo de Alcor, sólo le quedaba la casa. Podía vivir, sin duda, con el producto del ganado, pero quedaba a merced de un mal año, de una mala feria, de una epidemia de fiebre aftosa...
Daniéle no se arredró; miró la realidad de frente, con valentía, y se puso de nuevo a trabajar, economizando cicateramente para sus hijos.
Hyacinthe, por su parte, volvía a casa a las horas de comer —había comprendido que de esta manera economizaba algo sobre su asignación—, y dejaba que le sirvieran sin decir palabra. Durante el día iba de tasca en tasca, bebía en abundancia y con frecuencia a crédito (su mujer lo supo más tarde, cuando le pasaron las cuentas). Su cutis rosado aparecía rojo ahora, y había empezado a descuidar su aseo personal.
Fernand cayó enfermo por aquella época. Había tosido durante todo el invierno, y por las tardes tenía fiebre. Hacia mediados de junio, Daniéle dejó de mandarle a la escuela. Se lo llevaron a casa un día, mediada la clase, porque se había puesto malo, al punto de caerse desmayado entre las filas de pupitres y bancos negros, pulidos por los codos y los pantalones de generaciones de alumnos. Le acostó y, sin reparar en el gasto, llamó al médico. Éste, uno nuevo que había reemplazado al viejo amigo de la familia, muerto el año anterior, auscultó al chico.
—No será nada —dijo primeramente. Y luego, cuando salió del cuarto, seguido de Daniéle—: Es usted la madre, ¿verdad? Pues bien, creo que es mi deber no ocultarle la verdad.
Daniéle sintió que la sangre se le helaba en las venas. El doctor comprendió que había sido demasiado rudo y rectificó: —No se atormente, no hay nada perdido, pero su hijo está en el momento del crecimiento, en la época peligrosa... ¡Los microbios se desarrollan tan deprisa cuando encuentran terreno favorable...! Lo que necesita su hijo es un cambio de aires: la montaña, un lugar de reposo preparado especialmente para las curas. Tenga en cuenta que podría reponerse muy bien aquí; el aire es excelente, pero hacen falta cuidados continuos; y hay que pensar también en la conveniencia de separarlo de sus otros hijos. "



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