Todos morimos desnudos (fragmento)James Blish
Todos morimos desnudos (fragmento)

"Allí estaban, los ocho, cuando llegó (tras confiarle el cesto de recalcitrantes gatos al encargado del supermercado de lujo cercano, bajo la educada pero firme súplica del propietario del restaurante)... los ocho que habían quedado a flote después de que Alex jugara al buen Dios: tres hombres (Fan, Goldfarb Z y un hombre al que reconoció vagamente como un ingeniero de la oficina de Alex) y cinco mujeres (Gradus, Girlie, Y —la mujer de Goldfarb Z—, Irene —la mujer de Polar Pons, y Evadne— la hija divorciada de Emshredder).
Tras haber observado aquel sucinto residuo del antiguo equipo y haber registrado cuidadosamente lo que quedaba de él, Juliette comprendió que habían intervenido otros factores aparte el dolor de la elección y las separaciones. Había también una extensa gama de abnegación y sacrificio. Por lo cual su justificada indignación descendió de nivel, convirtiéndose en un simple resentimiento, mucho más fácil de soportar.
Todos habían bebido, realmente, pero no parecían estar ebrios. Por el contrario, su aspecto era firme, calmado y melancólico. En cuanto a Alex, no parecía ni culpable ni contrito: tan sólo inexplicablemente triste.
—¿Qué demonios estáis haciendo, sentados aquí? —dijo Juliette imperiosamente, pero con mucha menos vehemencia de la que hubiera supuesto apenas unos minutos antes—.: Alex, he obtenido para nosotros dos otras reservas. He tenido que batallar como un demonio, pero tenemos que ir a buscarlas inmediatamente... ¡Pues no vamos a tener otra oportunidad!
—Lo siento, querida —dijo Alex en voz muy baja—. Ve a buscar tu pasaje si quieres. Me gustaría que lo hicieras. Pero nosotros cedemos los nuestros a quienes están esperando.
—¿Qué? —Juliette sintió que la cabeza le daba vueltas—. ¿A los que están esperando? ¿Acaso... acaso no quieres ir?
—No —murmuró él, con voz aún más baja—. Todos nosotros nos quedamos aquí.
Juliette tuvo la impresión de que dos afilados puñales de hielo le raspaban las entrañas. Y finalmente dio curso libre a la crisis de nervios que retenía desde hacía tiempo. Se derrumbó en una silla. Todos intentaron consolarla, más o menos torpemente —tan sólo las mujeres pensaron en ofrecerle sus pañuelos—, pero hacía demasiado tiempo que las nubes se iban acumulando para impedir ahora la lluvia.
—Y yo... yo que he hecho el equipaje con tanto cuidado... todas... todas las cosas que más quería... todas las cosas que tú me diste...
—Tranquilízate, querida —dijo una voz femenina—. Todo se arreglará.
—¡Nada va a arreglarse! ¡Nada absolutamente! Y ahora no tan sólo vamos a morir... ¡sino que vamos a morir sin tener siquiera nuestras cosas más queridas para acompañarnos! ¡Oh, Alex! Yo... yo había elegido un libro para cada uno de nosotros... nuestros cepillos de dientes... mi... —la frase se terminó con un aullido incapaz de ser contenido más tiempo. Le dieron palmaditas desde todos lados, lo cual no causó otro efecto que hacerle acurrucarse aún más en sí misma y sollozar con más intensidad. Sabía que había estado a punto de decir: «Mi oso de peluche», y no le hubiera importado que todos se echaran a reír. Pero nadie se estaba riendo. "



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