Marie Claire (fragmento)Marguerite Audoux
Marie Claire (fragmento)

"Había estado a la expectativa de verle llegar, pero una vez más no escuché sus pasos y me apercibí de que la retama y los árboles hacían todo tipo de sonidos misteriosos. Empecé a imaginarme que yo era un pequeño árbol agitado por el viento. La misma brisa fresca que hizo que la base de la retama pasara sobre mi cabeza y acariciara mi pelo enmarañado haciendo que, al igual que los otros árboles, me inclinara y sumergiera mis dedos en las cristalinas aguas del manantial.
Otro sonido hizo que dirigiera mi mirada hacia la casa de nuevo y mi sorpresa no fue menos al ver a Henri Deslois ante la puerta. Su cabeza estaba desnuda y sus brazos se balanceaban. Dio un paso hacia el jardín y atisbó la lejana llanura. Su cabello estaba peinado con raya a un lado y era un poco más fino en la zona de las sienes. Permaneció inmóvil durante un largo minuto, luego se volvió hacia mí. Sólo mediaban dos árboles entre nosotros. Dio un paso hacia adelante, se apoyó en el árbol joven que estaba frente a él y las ramas en flor quedaron suspendidas sobre su cabeza. Crecía tan ligero que pensé que la corteza de los árboles estaba adornada y que cada flor refulgía. Había una profunda ternura en los ojos de Henri Deslois cuando me acerqué a él sin sentir ningún tipo de vergüenza. No se movió cuando me detuve frente a él. Su cara se tornó más blanquecina que su blusón, y sus labios temblaron. Tomó mis manos y las apretó con fuerza contra sus sienes. Entonces dijo en tono muy bajo, "soy como un avaro que ha hallado un nuevo tesoro." En ese instante comenzó a sonar la campana de la iglesia de Monte Santo. El sonido de la campana inundó las colinas y tras descansar brevemente sobre nuestras cabezas corrió a morir en la distancia.
Transcurrieron las horas, el día tornaba a su fin y el ganado desapareció de la llanura. Una blanca neblina se levantó desde el pequeño río, luego una piedra se deslizó tras la barrera que conformaban los álamos y las flores de la retama y comenzaron a creer más oscuras. Henri Deslois regresó a la granja conmigo. Marchaba delante de mí por el angosto sendero y cuando me dejó sola, antes de que llegáramos a la avenida de los castaños, sabía que lo amaba incluso más que la hermana Marie-Aimée.
La casa de la colina se convirtió en nuestra casa. Cada domingo encontraba a Henri Deslois esperando allí, y como yo solía hacer cuando Jean-le-Rouge vivía allí, llevé mi pan bendecido a la casa de la colina tras los oficios y nos reíamos mientras lo dividíamos. Ambos teníamos el mismo tipo de sensación de libertad que nos hacía correr por el jardín y mojar el calzado en los arroyuelos primaverales. Henri Deslois solía decir: "Los domingos también yo tengo diecisiete años de edad." Algunas veces dábamos largos paseos por el bosque que bordeaba la colina. Henri Deslois nunca se cansaba de escucharme hablar de mi infancia y de la hermana Marie-Aimée. A veces conversábamos acerca de Eugène, a quien él conocía. Él solía decir que él era uno de esos hombres a los que a uno le gustaría tener por amigo. Le dije que había sido una mala pastora, y aunque estaba seguro de que se reiría de mí, le conté la historia de la oveja que se había quedado toda hinchada. Él no se rió. Puso un dedo sobre mi frente y dijo: "El amor es la única cosa que puede curar eso. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com