El sobre negro (fragmento)Norman Manea
El sobre negro (fragmento)

"Dominic levantó nervioso uno de los magníficos guantes de piel fina que había caído junto a la cama turca. Marcu Vancea callaba. No contestaba, estaba callado como un muerto. Su hijo se volvió irritado hacia el armario que chirriaba pero no levantó la mirada. Permaneció mirando al sitio donde había cogido el elegante guante del elegante visitante. Esperaba encontrar el otro, señal de que podría irse. Pero la espera duraba mucho, se volvió al armario, avanzó hacia la puerta siempre chirriando. Sabía que el fantasma se hallaba a sus espaldas, vestido igual que él hasta en los menores detalles, presto para salir.
-¿Pues cómo? Estoy más sano que el diablo, mesié. Sólo trato de acudir a la cita. Por eso llamé a los clientes de Bomboncito. La verdad es que me tiene sin cuidado. Ése es mi secreto: la indiferencia. Indiferencia, eso es lo que necesitamos. La indiferencia me protege, eso lo tengo más que sabido. No preocuparme por mí, éste es mi secreto, la indiferencia.
Tolea parecía asqueado por lo que decía, escupía las palabras, contento de que sólo fueran unas cuantas palabras, de no tener más que decir. Se quedó con la mirada clavada en el armario, pero la mano enguantada hurgaba en los bolsillos del elegante abrigo buscando las pastillas.
Acto seguido se palpó con el guante la crecida barba. Llevaba unos días sin afeitarse y sin salir de su cuarto. Había estado preparándose para el momento decisivo. Por fin había llegado el momento de ponerse en camino. Pero no podía arrancarse de allí. Esperaba que su visitante saliera el primero para que fuera abriéndose paso.
-Mira, está anocheciendo, anochece a ojos vistas. Ni siquiera he conseguido convocarlos a todos, pero la noche nos reunirá, estoy seguro. La noche es creadora, ¿a que sí? Durante la noche es cuando fraguamos los engaños y la venganza.
Marcu Vancea se había alejado, ya había traspasado el umbral de la puerta, había salido, ya no lo oía. Sin embargo, se paró antes de salir. Percibió algo y se paró. Aunque Tolea estaba vuelto de espaldas para no verlo, notó que el visitante había tenido un último titubeo y se había parado. Ya no crujían las puertas, todo se había detenido. Las puertas volvieron a crujir, se había quedado encendida la lucecita del radiocasete, los pasos solemnes del extraño se acercaban de nuevo.
Sí, la sombra había llegado otra vez detrás de él, estaba pegada a sus espaldas. Duró mucho o poco; difícil de decir. Estaba pálido como un muerto y así se quedó esperando, petrificado, hasta convencerse de que ya no había nadie a su lado. En la habitación no se hallaba más que él, Tolea, embutido en el raglán inglés color café del filósofo. Fular de seda azul al cuello. Guantes largos, larguísimos, de pelusilla. Ese raglán de pelusilla, con bolsillo en el pecho, a la izquierda, debajo de la solapa, para el pañuelo. Efectivamente, llevaba en el bolsillo del pecho la carta almidonada, como correspondía. Y, además, hasta sonreía el estúpido de Tolea con su ristra de grandes dientes perfectos y blancos.
En las calles, desolación. En el puentecillo de madera de los lindes de la aldea, se detuvo. Increíble. Para ajustarse el sombrero. La luna era dorada y lisa, don Dominic pálido y anguloso, la misión era demasiado ardua para sus fuerzas. Columnas de delgadas antorchas, quizá sólo fueran unas velas larguitas. Alineadas a lo largo del talud, encima del colector de canalización de la ciudad, junto al río, justo donde las alcantarillas vierten en el río. "



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