Quimera (fragmento)John Barth
Quimera (fragmento)

"¿Eres realmente Sherezade?", preguntó. "Nunca he tenido un sueño tan claro y tan real. Y tú eres la pequeña Dunyazade, exactamente como os imaginaba a las dos. No tengáis miedo; no puedo deciros lo que significa para mí veros y hablaros de este modo; aun en un sueño, es un sueño hecho realidad. ¿Podéis comprender el español? Yo no hablo una palabra de árabe. ¡Vaya! ¡Me cuesta creer que esto esté sucediendo realmente!"
"Sherry y yo nos miramos. El Genio no parecía peligroso; no conocíamos esos idiomas de los que hablaba; todo lo que decía era en nuestra lengua, y cuando Sherry le preguntó si había venido de su pluma o de sus palabras, pareció comprender la pregunta, aunque desconocía la respuesta. Dijo que era un escritor de cuentos -de todos modos, un antiguo escritor de cuentos- en un país del otro lado del mundo. En una época, dedujimos, los habitantes de su país habían sido ávidos lectores; actualmente, sin embargo, los únicos lectores de ficción eran los críticos, otros escritores y desganados estudiantes, quienes de haber podido elegir, hubieran preferido la música o imágenes a las palabras. Su propia pluma (esa varita mágica con un depósito de tinta dentro) casi se había secado; pero si fue la ficción que lo había abandonado o él a la ficción, era algo que Sherry y yo no pudimos figurarnos cuando esa misma noche reconstruimos esta primera conversación, dado que, ya fuera en nuestra mente o en la suya, un cierto número de crisis parecían confusas. Como la de Shahryar, la vida del Genio estaba en desorden; pero lejos de abrigar a causa de esto un resentimiento contra la mujer, éste estaba perdidamente enamorado de una cantidad de nuevas queridas y sólo recientemente había podido elegir entre ellas. Su carrera, asimismo, había alcanzado un impasse que él mismo hubiera estado dispuesto a llamar un punto decisivo si hubiese logrado llegar a alguna decisión; no deseaba repudiar ni repetir su pasada obra; aspiraba a superarla en un futuro para el cual ésta no estaba preparada y, en virtud de algún encantamiento, volver al mismo tiempo a las fuentes originales de la narración.
(...)
De modo que confiando en que Dictis la protegería, emprendí el camino a Samos siguiendo un consejo de mi media-hermana Atenea, para aprender a distinguir la vida del arte: representadas en los murales de su templo estaban (tal como aquí en los míos) las tres Gorgonas -cabellos de serpientes, dientes de jabalí, alas de buitre, garras de bronce- de las cuales, según señalaba Semisis, sólo la del medio, Medusa, era mortal, decapitable y petrifaciente. Empuñando ya la diamantina hoz que me prestara Hermes y el pulido escudo de Atenea, yo escuchaba de pie (era entonces una gallarda escucha) sus severas instrucciones. La espada y el escudo, dijo ella, no serían suficientes; una cosa dependía de la otra; del mismo modo que Medusa era un pre-requisito para el rescate de mi madre, asimismo el matarla requería no sólo la estrategia ateniense de indirección, sino también otro equipo: a saber, las sandalias aladas de Hermes que me transportarían al país de las Gorgonas en la lejana Hipérbora, el yelmo de la invisibilidad de Hades, para ayudarme a escapar de las viperinas hermanas, y el mágico Kibisis para guardar en él la cabeza de Medusa, impidiendo así que nos petrificara a todos aún después de muerta. Pero estos accesorios estaban todos al cuidado de las ninfas del Estigio, cuya morada era desconocida aún para mi sagaz hermana; sólo las lúgubres Graeaes sabían dónde se hallaba, pero se negaban a revelar el secreto.
Mi primer paso, entonces, claramente representado en el cuarto panel, fue el de trasladarme desde Samos hasta el Monte Atlas, donde se encontraba el inseparable trío en su trono, cara hacia fuera, espalda contra espalda y hombre contra hombro, en un triángulo siniestro. A alguna distancia de su vértice más próximo (que se hallaba entre la terrible Dino y la repulsiva Pefredon), me escondí detrás de un arbusto de aglantina para reconocer el terreno, y de pronto deduje, considerando el único ojo y el único diente que compartían, su modo habitual de circulación. Los movimientos se sucedían de derecha a izquierda, el ojo antes que el diente, antes que nada, en una especie de ritmo, a saber: Pefredon, por ejemplo, ciega y muda, se sentaba con las manos sobre su regazo, mientras Dino, a su derecha, utilizaba el ojo por el tiempo suficiente para otear su sector, y Enio, a su izquierda, el ojo por el tiempo suficiente para decir "Nada". "



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