Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (fragmento)Tim O'Brien
Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (fragmento)

"La mañana era fría y húmeda. No habían dormido durante la noche, ni siquiera unos momentos, y los tres sentían la tensión mientras se movían a través del campo hacia el río. No había nada que pudieran hacer por Kiowa. Sólo encontrarle y deslizarle a bordo de un helicóptero. Cada vez que un hombre moría pasaba lo mismo, un deseo de terminar con el asunto lo antes posible, sin alharacas ni ceremonia, y lo que deseaban ahora era enfilar hacia una aldea y estar bajo un techo y olvidar lo que había pasado durante la noche.
A medio camino del campo, Mitchell Sanders se detuvo. Se quedó parado un momento con los ojos cerrados, tanteando a lo largo del fondo con un pie, después le pasó el arma a Norman Bowker y estiró las manos bajo el estiércol barroso. Un segundo después alzó una mochila verde mugrienta.
Los tres hombres no hablaron durante un rato. La mochila estaba pesada de barro y agua, como muerta. Dentro había un par de mocasines y un Nuevo Testamento ilustrado.
—Bueno —dijo al fin Mitchell Sanders—, tiene que estar por aquí.
—Mejor que se lo digas al teniente.
—Me cago en él.
—Sí, pero...
—¡Vaya teniente! —dijo Sanders—. Acampar en un estercolero. Ese tío no sabe una mierda.
—Nadie lo sabía —dijo Bowker.
—Tal vez sí, tal vez no. De los diez billones de lugares donde podríamos haber pasado la noche, el hombre elige una letrina.
Norman Bowker bajó los ojos hacia la mochila. Estaba hecha de nailon verde oscuro con estructura de aluminio, pero ahora tenía un curioso aspecto de carne.
—No fue culpa del teniente —dijo Bowker con serenidad.
—¿De quién, entonces?
—De nadie. Nadie lo supo hasta después.
Mitchell Sanders hizo un sonido con la garganta. Alzó la mochila y tensó las correas.
—De acuerdo, pero hay algo que sé con seguridad. El hombre sabía que estaba lloviendo. Sabía que había un río. Uno más uno. Suma, y te da exactamente lo que pasó.
Sanders miró el río con furia.
—Moveos —dijo—. Kiowa nos espera.
Lentamente, entonces, inclinados contra la lluvia, Azar y Norman Bowker y Mitchell Sanders empezaron a vadear otra vez en las aguas profundas, con los ojos bajos, moviéndose en círculos desde donde habían encontrado la mochila.
El teniente Jimmy Cross estaba de pie a unos cincuenta metros. Había terminado de escribir la carta mentalmente, explicando las cosas al padre de Kiowa, y ahora se cruzó de brazos y miró cómo su pelotón trazaba una red sobre el ancho campo. De un modo extraño, le recordó el campo de golf municipal de su pueblo natal en New Jersey. Una pelota perdida, pensó. Jugadores cansados que buscan a través del terreno áspero, yendo y viniendo en largos esquemas sistemáticos. Deseaba estar allí en ese momento. En el sexto hoyo. Mirando a través del obstáculo de agua frente a la pequeña meseta verde, con un palo del siete en la mano, calculando el viento y la distancia, preguntándose si debía cambiarlo por un ocho. Una decisión difícil, pero todo lo que podías perder era una pelota. No perdías un jugador. Y nunca tenías que vadear el obstáculo y pasarte el día buscando a través del fango.
Jimmy Cross no quería la responsabilidad de mandar a aquellos hombres. Nunca la había querido. En su segundo año de estudiante en la Universidad de Mount Sebastian se había alistado en el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva sin pensarlo mucho. "



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