Llámalo deseo (fragmento)José Luis Rodríguez del Corral
Llámalo deseo (fragmento)

"Me fastidian los Domingos de Ramos. Los detestaba ya de niña cuando mi madre me hacía estrenar vestidos que no quería ponerme. Añaden a la melancolía inmanente a cualquier domingo la alegría generalizada, lo que los hace más melancólicos aún. Al principio de la facultad, con Juanjo y otros amigos salíamos desarrapados adrede, sólo por llevar la contraria. Aquél amaneció nublado y me alegré, vengativa. Hacía un viento tan revoltoso que podría haber desmelenado a la Borriquita, si hubiera salido, cosa que no hizo, porque empezó a llover a mediodía. Entonces me dio pena, por los niños. A pesar de que también los detesto, tan egocéntricos y ruidosos. Por la tarde dejó de llover y ya de noche oí cornetas y tambores y lejanos compases de la marcha de la Amargura, extendida como un manto en el aire de la ciudad. Yo no puse un pie en la calle, que debía de ofrecer a los ojos de un observador sideral el panorama de un hormiguero enloquecido. Al día siguiente me levanté temprano y decidí ir a la piscina, confiando en que Héctor no estaría allí también por la mañana. No quería encontrármelo, necesitaba estar sola. Felizmente no estaba. No me resultó fácil coger el ritmo, pero al fin los músculos recobraron su hábito ejercitándose inconscientes, orgánicos, como la respiración. Me sentía muy lejos y al mismo tiempo prisionera, de la ciudad, de mí misma. En dos meses se acabaría el curso y con él mis estudios, que no quería prolongar. Después iría a París a ver a mi padre y todo lo demás lo ocupaba el increíble vacío del futuro.
Me sentía como una nube varada en el cielo, como una cometa a punto de desprenderse del hilo. Por la tarde fui al trabajo. Era la única en que abriríamos. Dedicaría a estudiar el resto de la semana. Algo que no había hecho en meses. Había mucho gentío, el ambiente de efervescencia de las grandes ocasiones. Al principio no paré de atender a señoras que se apresuraban a elegir algún nuevo modelo que lucir durante la semana, pero conforme se ponía el sol y en las calles la masa se iba volviendo más compacta, la tienda se iba vaciando hasta que me quedé sola. La entrada al sex-shop parpadeaba con obsceno neón ante la indiferente muchedumbre que iba y venía, llamando la atención de pandillas de adolescentes que se detenían un momento para lanzar grandes risotadas y de algunos réprobos que, confundidos en la multitud, aprovechaban para deslizarse por aquellas puertas infernales. Entonces sonó el teléfono y mi jefa me dijo que me pasaba la llamada de una clienta que había preguntado por mí. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com