Las máscaras del tiempo (fragmento)Robert Silverberg
Las máscaras del tiempo (fragmento)

"Kolff fue enterrado en Nueva York con grandes honores académicos. Detuvimos nuestra gira durante unos cuantos días por respeto hacia él. Vornan asistió al funeral; sentía una gran curiosidad hacia las costumbres de nuestros entierros. Su presencia en la ceremonia estuvo a punto de ocasionar una crisis, pues los académicos vestidos con sus togas intentaron verle más de cerca y hubo un momento en el cual pensé que hasta el ataúd acabaría siendo derribado en la confusión. Tres libros fueron a la tumba junto con Kolff. Dos eran obras suyas; el tercero fue la traducción al hebreo de La Nueva Revelación. Eso me enfureció, pero Kralick me dijo que había sido idea del propio Kolff. Tres o cuatro días antes del fin le había entregado una cinta sellada a Helen McIlwain, y ésta acabó resultando contener las instrucciones para su entierro.
Tras el período de luto nos dirigimos nuevamente hacia el este para continuar la gira con Vornan. Resultaba sorprendente lo pronto que dejó de importarnos la muerte de Kolff; ahora éramos cinco en vez de seis, pero la conmoción de su colapso se fue empequeñeciendo y muy pronto volvimos a la rutina. Sin embargo, y a medida que el tiempo se iba haciendo más cálido, pronto se fueron haciendo aparentes ciertos callados cambios de ánimo.
La distribución de La Nueva Revelación parecía haberse completado ―dado que prácticamente todos los habitantes del país tenían un ejemplar― y las multitudes que seguían los movimientos de Vornan eran más grandes cada día. También estaban surgiendo profetas subsidiarios, intérpretes del mensaje que Vornan le traía a la humanidad. El foco de gran parte de tal actividad estaba en California, como de costumbre, y Kralick tomó grandes precauciones para mantener a Vornan fuera de tal estado. Ese culto creciente le inquietaba, al igual que me inquietaba a mí y a todos nosotros. Sólo Vornan parecía disfrutar con la presencia de su rebaño. Pero incluso él parecía aprensivo en algunas ocasiones, como cuando tomamos tierra en un aeropuerto y encontramos un mar de volúmenes con tapas rojas que relucía a la luz del sol. Por lo menos, yo tenía la impresión de que las multitudes realmente considerables le hacían sentirse incómodo; pero la mayor parte del tiempo parecía complacerse con la atención que conseguía. Un periódico de California había sugerido muy seriamente que Vornan fuera nominado para presentarse al Senado en la siguiente elección. Cuando apareció la noticia, me encontré a Kralick riéndose, con un ejemplar de dicho periódico en las manos.
—Si Vornan llega a ver esto alguna vez, podríamos meternos en un buen lío —dijo.
Por suerte no habría ningún senador Vornan. Unos instantes después, más tranquilos, nos persuadimos de que no podía cumplir con los requisitos de residencia y también dudábamos de que los tribunales aceptaran a un miembro de la Centralidad como ciudadano de los Estados Unidos, a no ser que Vornan tuviese alguna forma de probar que la Centralidad era la sucesora de hecho legalmente constituida de la soberanía nacional de los Estados Unidos.
Los planes de la gira exigían que Vornan fuera llevado a la Luna a finales de mayo para ver las instalaciones que se habían creado allí recientemente. Supliqué ser excluido de aquello; realmente, no tenía deseo alguno de visitar los palacios del placer de Copérnico y me parecía que ese tiempo extra podía utilizarlo para poner en orden mis asuntos personales en Irvine, dado que el semestre estaba acabando. Kralick quería que yo fuese a la Luna, especialmente dado que ya había gozado de un permiso; pero no tenía ninguna forma real de obligarme a ello, y al final me dejó tener otro permiso. Acabó decidiendo que un comité de cuatro miembros podía manejar a Vornan tan bien como uno de cinco.
Pero cuando partieron hacia la base lunar, el comité tenía sólo tres miembros.
Fields dimitió la víspera de la salida. Kralick tendría que haberlo previsto, dado que Fields llevaba semanas enteras gruñendo y murmurando, y su estado de ánimo hacia toda la misión era de una obvia rebeldía. Como psicólogo, Fields había estado estudiando las respuestas de Vornan al ambiente a medida que íbamos desplazándonos, y había acabado encontrándose con dos o tres evaluaciones contradictorias y mutuamente exclusivas. Dependiendo de su propio clima emocional, Fields llegaba a la conclusión de que Vornan era un impostor o que no lo era, y entregó informes cubriendo prácticamente todas y cada una de las posibilidades. Mi evaluación particular de las conclusiones de Fields era que resultaban inútiles. Sus interpretaciones cósmicas de los actos de Vornan eran en sí mismas huecas y nebulosas, pero yo habría podido perdonarle eso si al menos Fields hubiera logrado mantener la misma opinión durante más de dos semanas consecutivas.
Sin embargo, su dimisión del comité no se produjo por motivos ideológicos. Fue provocada por algo no más profundo que los celos y la mezquindad. Y debo admitir, aunque Fields me gustaba muy poco, que en tal ocasión simpaticé con él.
El problema surgió a causa de Aster. Fields seguía persiguiéndola en una especie de misión romántica sin esperanzas, que era tan repugnante para el resto de nosotros como deprimente para él. Aster no le quería: eso estaba totalmente claro, incluso para Fields. Pero la proximidad le hace cosas extrañas al ego de un hombre, y Fields seguía intentándolo. Sobornaba a los empleados de hotel para que le dieran la habitación contigua a la de Aster y buscaba formas de meterse de noche en su dormitorio. Aster estaba disgustada, aunque no tanto como lo estaría de haber sido una auténtica mujer de carne y hueso; en muchos aspectos era tan artificial como sus propios celentéreos y no le daba demasiada importancia a los byronianos jadeos y suspiros de su excesivamente ardiente enamorado.
Como me contó Helen McIlwain, Fields empezó a estar cada vez más visiblemente afectado por este trato. Finalmente, una noche en la que todos los demás nos hallábamos en otro sitio le pidió sin más rodeos a Aster que pasara la noche con él. Ella dijo que no. Entonces Fields le soltó unos cuantos comentarios bastante feroces sobre los defectos que había en la libido de Aster. La acusó a gritos de frigidez, perversidad, malevolencia y varias otras clases de mal comportamiento que podían resumirse en esto: era una perra. En cierto modo, probablemente cuanto dijo sobre Aster era cierto, con un factor limitativo: era una perra sin pretenderlo. No creo que ella hubiera estado intentando provocarle o excitarle. Sencillamente, no había logrado entender el tipo de respuesta que se aguardaba de ella.
Pero esta vez se acordó de que era una mujer, y dejó destrozado a Fields de una forma notablemente femenina. Delante de Fields y de todo el mundo invitó a Vornan a que compartiera su cama con ella esa noche. Dejó totalmente claro que se estaba ofreciendo a Vornan sin ningún tipo de reservas. Me gustaría haber visto aquello. Tal y como lo expresó Helen, Aster tenía por primera vez un aspecto femenino: los ojos brillantes, los labios tensos, el rostro ruborizado y las garras al descubierto. Naturalmente, Vornan hizo lo que le pedía y los dos partieron juntos, Aster tan radiante como una novia en su noche de bodas. Por lo que yo sé, quizá ése fuera el concepto que tenía del asunto.
Fields no pudo seguir aguantando. No puedo culparle; Aster le había castrado de una forma francamente definitiva, y era esperar demasiado que se quedara rondando más tiempo por ahí para recibir otra dosis del mismo tratamiento. Le dijo a Kralick que se marchaba. Naturalmente, Kralick le pidió que se quedara, apelando a su deber patriótico, sus obligaciones para con la ciencia y etcétera…, un montón de abstracciones que yo sé resultan tan vacías para Kralick como para el resto de nosotros. No era más un discurso ritual, y Fields lo ignoró. Esa noche hizo su equipaje y se marchó, con lo que ―según Helen― se ahorró el ver a Vornan y Aster emergiendo de los aposentos nupciales a la mañana siguiente con los rostros iluminados por el recuerdo de las delicias compartidas.
Mientras ocurría todo esto, yo me encontraba de nuevo en Irvine. Al igual que cualquier ciudadano corriente, seguí a Vornan por la pantalla cuando me acordaba de conectarla. Mis pocos meses con él parecían ahora todavía menos reales que cuando estaban ocurriendo; tenía que hacer un esfuerzo para convencerme a mí mismo de que no lo había soñado todo. Pero no era ningún sueño. Vornan estaba ahí arriba, en la Luna, llevado de un lado a otro por Kralick, Helen, Heyman y Aster. Kolff estaba muerto. Fields había regresado a Chicago. Me llamó desde allí a mediados de junio; dijo que estaba escribiendo un libro sobre sus experiencias con Vornan y quería repasar unos cuantos detalles conmigo. No dijo nada sobre sus motivos para dimitir.
Olvidé rápidamente a Fields y su libro. También intenté olvidarme de Vornan-19. Volví a mi trabajo, que tanto había descuidado, pero lo hallé insatisfactorio, vacío e incapaz de hacerme bien alguno. Supongo que debía resultar una figura bastante patética: vagaba sin rumbo por el laboratorio, hurgando por entre las cintas de los viejos experimentos, tecleando de vez en cuando algo nuevo en el ordenador y soportando con bostezos las entrevistas con mis estudiantes. El rey Lear entre las partículas elementales: demasiado viejo, demasiado atontado y demasiado cansado para entender mis propias preguntas. "



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