El hijo de César (fragmento)John Edward Williams
El hijo de César (fragmento)

"Y así fue como cruzamos hasta Apolonia a bordo de un apestoso barco pesquero que crujía con la más mínima ola, que se escoraba tan peligrosamente hacia los lados que teníamos que sujetarnos para evitar ser arrojados de un lado a otro de la cubierta, y que nos condujo a un destino que en aquel entonces no podíamos ni imaginar...
Retomo la escritura de esta carta tras una pausa de dos días. No te importunaré con los detalles de las enfermedades que han originado esta interrupción porque es demasiado deprimente.
En cualquier caso, como tengo la impresión de que lo que te cuento no te será de gran utilidad, le he pedido a mi secretario que buscara entre mis papeles por si encuentra algo que te ayude en tu tarea. Recordarás que hace unos diez años tuve una intervención en la ofrenda del templo que nuestro amigo Marco Agripa erigiera en honor a Venus y Marte, hoy conocido como el Panteón. Mi idea inicial, que después descarté, era pronunciar un discurso rocambolesco, casi un poema por así decirlo, que estableciera curiosas conexiones entre el estado de Roma que nos encontramos siendo jóvenes y el estado de Roma tal como este templo lo representa actualmente. Sea como fuere, para auxiliarme en la solución del problema que la forma de mi discurso suscitaba, hice algunas anotaciones sobre aquellos primeros tiempos, y en ellas me inspiro ahora en un intento de ayudarte a ultimar la historia de nuestro mundo que estás elaborando.
Imagínate si puedes a cuatro jóvenes (a mí ya casi me son desconocidos) desconocedores de su futuro y de sí mismos; ignorantes, de hecho, hasta del mundo en el que comienzan a vivir. Uno de ellos (Marco Agripa) es alto y muy musculoso, con cara casi de pueblerino: nariz gruesa, huesos grandes, la piel parecida al cuero nuevo, el cabello castaño y una barba de varios días rojiza y basta.
Tiene diecinueve años. Camina con paso pesado, como si fuera un novillo, aunque con una extraña elegancia. Se expresa con sencillez, lenta y calmadamente y sin mostrar lo que siente. De no ser por la barba no pensaría uno que es tan joven.
Otro (Salvidieno Rufo) es tan delgado y ágil como robusto y pesado es Agripa, y tan veloz y volátil como lento y reservado éste.
Tiene los rasgos finos, la piel clara, los ojos oscuros, y ríe con facilidad, aliviando la gravedad que afectamos los demás. Pese a ser mayor que ninguno de nosotros, le queremos como si fuera nuestro hermano pequeño.
Y un tercero (¿soy yo?) al que percibo incluso más vagamente que a los otros. Ningún hombre puede conocerse a sí mismo ni saber siquiera cómo le ven sus amigos, pero imagino que aquel día –e incluso durante algún tiempo después– debieron de tomarme por un imbécil. Por aquel entonces yo era algo pomposo y me gustaba dármelas de poeta. Vestía suntuosamente, mis maneras eran afectadas, y me había hecho acompañar desde Arezzo por un sirviente cuya única función consistía en atusar mis cabellos… hasta que mis amigos se burlaron de mí tan despiadadamente que le hice regresar a Italia.
Y por último estaba el que en aquel entonces era Cayo Octavio.
¿Qué puedo decirte de él? No conozco la verdad, sino tan sólo mis recuerdos. Te diré una vez más que aunque yo era apenas dos años mayor que él, me parecía un muchachuelo. Ya conoces su aspecto actual, no ha cambiado mucho. Sin embargo ahora es Emperador del mundo, hecho que he de dejar a un lado a fin de poder verle como era entonces. Y te juro que ni yo, que me he dedicado siempre fielmente a escrutar los corazones de sus amigos y sus enemigos, podía prever en modo alguno en lo que llegaría a convertirse.
Le tenía por un agradable mozalbete, nada más; con un rostro demasiado delicado como para soportar los embates de la fortuna, una actitud demasiado tímida como para lograr sus propósitos y una voz demasiado suave como para proferir las despiadadas palabras que debe pronunciar un líder. Pensé que quizás acabaría siendo un aficionado a la buena vida o un hombre de letras: no creí que tuviera la energía suficiente para ser siquiera senador, cargo que por nombre y fortuna le correspondía. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com