Tarántula (fragmento)Thierry Jonquet
Tarántula (fragmento)

"Varneroy llegó muy contento. Era un hombrecillo regordete, de tez sonrosada y aspecto aseado y afable. Se quitó el sombrero, dejó cuidadosamente la chaqueta y besó a Ève en las mejillas antes de abrir el maletín que contenía el látigo.
Richard presenciaba satisfecho estos prolegómenos, con las manos crispadas sobre los brazos de la mecedora mientras incesantes tics nerviosos recorrían su rostro.
Siguiendo las indicaciones de Varneroy, Ève ejecutó un grotesco paso de baile. El látigo restalló.
Richard aplaudía riendo a carcajadas mientras la cruel farsa se repetía, pero de repente se sintió asqueado y no pudo seguir soportando ese espectáculo. El sufrimiento de Ève, que le pertenecía porque él había modelado su destino y su vida, lo llenó de repugnancia y de compasión. El rostro sarcástico de Varneroy le indignó tanto que se levantó de un salto e irrumpió en el estudio contiguo.
Desconcertado ante aquella aparición, Varneroy se quedó boquiabierto y con el brazo en alto. Lafargue le arrebató el látigo, lo agarró del cuello y lo arrastró al pasillo. El sádico no entendía nada y, mudo por la sorpresa, bajó a toda prisa la escalera sin pedir explicaciones.
Ève y Richard se quedaron a solas. Ella había caído de rodillas. Richard la ayudó a levantarse y a lavarse. Ève se puso de nuevo el jersey y los téjanos que llevaba cuando el cirujano había comenzado a gritar a través del interfono.
Sin pronunciar palabra, Richard la llevó a la villa y la desnudó antes de tenderla en la cama. Solícito, le untó cuidadosamente las heridas con pomada y le preparó un té bien caliente. Luego se sentó muy cerca de ella y le acercó la taza a los labios para que bebiera la infusión a pequeños sorbos. A continuación la cubrió con la sábana y le acarició el cabello. Había disuelto un somnífero en el té y Ève se durmió enseguida.
Richard salió de la habitación y atravesó el jardín en dirección al estanque. La placidez y serenidad de los cisnes llenó a Richard de admiración y envidia, y se echó a llorar desconsoladamente. Había rescatado a Ève de las manos de Varneroy y ahora comprendía que esa compasión —pues llamó compasión a ese sentimiento— acababa de hacer añicos su odio, un odio ilimitado, irreprimible. Y el odio era su única razón de vivir.
Tarántula jugaba a menudo al ajedrez contigo. Reflexionaba mucho antes de mover una pieza, y siempre te pillaba por sorpresa. En ocasiones, improvisaba ataques sin preocuparse de proteger su juego; su táctica era impulsiva pero infalible.
Un día quitó las cadenas y el camastro, y en su lugar instaló un sofá. Allí dormías y descansabas cómodamente, tumbado entre los sedosos cojines. Sin embargo, la pesada puerta del sótano permanecía firmemente cerrada con candados...
Tarántula te proporcionaba golosinas y tabaco rubio, se interesaba por tus gustos en cuestión de música. Vuestras conversaciones adquirieron un tono festivo, se convirtieron en una charla intrascendente. Te había regalado un reproductor de vídeos y te llevaba películas que veíais juntos. Preparaba té, te servía infusiones y, cuando te notaba deprimido, descorchaba una botella de champán. En cuanto se vaciaban las copas, las llenaba de nuevo.
Ya no estabas desnudo: Tarántula te había regalado un chal bordado, una pieza magnífica que te presentó en un lujoso paquete. Con tus finos dedos, abriste el envoltorio y descubriste el mantón, un regalo que te produjo un gran placer.
Arropado con el chal, te acurrucabas sobre los cojines fumando cigarrillos americanos o comiendo bombones mientras esperabas la visita diaria de Tarántula, que nunca aparecía con las manos vacías.
Su generosidad hacia ti parecía no tener límites. Un día, la puerta del sótano se abrió y entró él empujando con dificultad un paquete enorme, colocado sobre un soporte con ruedas. Sonreía mirando el papel de seda, el lazo rosa, el ramo de flores...
Ante tu sorpresa, te recordó la fecha: 22 de julio. Sí, hacía diez meses que estabas prisionero. Tenías veintiún años... Diste vueltas con afectación alrededor de aquel voluminoso paquete, al tiempo que aplaudías riendo. Tarántula te ayudó a deshacer el lazo. No tardaste en reconocer la forma de un piano: ¡un Steinway!
Sentado en el taburete, desentumeciste tus dedos indecisos y empezaste a tocar. Aunque no estuviste muy brillante, a tus ojos acudieron lágrimas de alegría...
Y tú, Vincent Moreau, el animal de compañía de ese monstruo, tú, el perro de Tarántula, su mono o su cotorra, tú, sí, tú, después de que te hubiera destrozado, besaste su mano riendo a carcajadas.
Por segunda vez, te abofeteó. "



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