Háblame de la muerte (fragmento)Cornell Woolrich
Háblame de la muerte (fragmento)

"John Bridges estaba derrumbado ahora en un sillón enorme, mirando como loco al vacío. Shane estaba encaramado en el brazo del mismo sillón, con el arma apoyada en su muslo, el dedo en el gatillo, sin seguro. Ann Bridges se había colocado detrás del sillón, apoyada en él, acariciando la frente de su tío.
Las cortinas estaban corridas sobre los ventanales, ocultando las estrellas, aunque seguían estando allí. Además, una enorme y pesada librería bloqueaba un ventanal, y un pesado escritorio el otro. Las puertas dobles estaban cerradas con llave por dentro, y la llave la guardaba Shane en el bolsillo del chaleco. A petición propia, el mayordomo y la cocinera finlandesa se encontraban en la despensa, bajo llave. Si la muerte debía llegar al dueño de la casa, quizá se olvidaría de ellos. Ellos no estaban marcados.
Lo más difícil de soportar era el silencio amenazador. Ya no podían sacarle una palabra al viejo millonario. Sus propias voces, la de Shane y la de Ann, eran una mofa a sus oídos, así que también dejaron de hablar al poco rato. Bridges tampoco quería beber, y aunque hubiera querido, estaba más allá de cualquier receptividad, ya nada le afectaba.
La muchacha tenía el rostro blanco como el papel. El de su tío parecía una máscara de muerte, una estructura ósea cubierta de pergamino. El de Shane, puro granito con una línea sudorosa en el nacimiento del pelo. El detective sabía que aquella noche no la olvidaría en su vida, pasara lo que pasara. Todo ello eran cicatrices en sus almas, las cicatrices que la gente adquiría en la antigüedad, cuando creían en los demonios y en la magia negra.
El simulacro de comida y bebida que Shane había tragado, poco antes, en la sombría mesa de cenar, se le había atragantado. ¿Cómo podía alegrarle el vino si el brindis es muerte a medianoche? Intentó convencer a la muchacha para que se fuera mientras todavía estaba a tiempo, que se marchara y les dejara a los dos enfrentarse a solas con aquello. No le había sorprendido su decidida negativa; aún la admiraba más por ello. Pese a todo, la hubiera dominado por la fuerza —la atmósfera se había hecho tan macabra, tan letal—, de no ser por un hecho, un hecho importantísimo que no había mencionado.
Cuando intentó ponerse en contacto con McManus para conseguir unos guardaespaldas especiales que se llevaran a Ann, descubrió que la línea telefónica estaba cortada. Se encontraban aislados. Por supuesto no podía marcharse sola; habría sido mucho peor que quedarse.
Ya volvían a tener un reloj en la estancia. Bridges rogó y suplicó tanto por conseguirlo, que Shane levantó la prohibición. La agonía mental de Bridges, y la tensión de Ann y la suya, eran mucho peor sin reloj que con él. Era preferible saber el tiempo que les quedaba. Shane trajo uno enorme del vestíbulo, con péndulo, y ahora marcaba las doce menos catorce minutos.
Tic, tic, tic, tic, tic..., trece minutos para las doce. El péndulo, como un agobiado planeta dorado, seguía yendo de un extremo a otro detrás del cristal que lo guardaba. Ann seguía moviendo las dos manos consoladoras sobre las sienes del hombre, frotándole suavemente. "



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