Los aventureros (fragmento)José Giovanni
Los aventureros (fragmento)

"Le preguntó a Hélène si la casa había permanecido en calma mientras esperaba en el pasillo.
La chica había oído caer a Pao en su habitación del fondo, arrastrando, como de costumbre, una silla en su caída. No lo dijo. Afirmó que todo había estado en calma. Huía de esa pesadilla, de ese ruido metálico que Pao producía al caer. Huía y nunca podría hablar de eso con nadie. Con nadie. Convencería a Manu para que la llevara al otro extremo del mundo.
Debía de amarla, puesto que había arriesgado la vida para arrancarla de manos de sus enemigos. Cuando le había confiado su miedo, Manu se había marchado. Pero había vuelto porque la amaba.
Hélène pensó que ella también podría amarle. «Si al menos pudiera olvidarlo todo», se dijo. Sentía necesidad de lavarse, de mantener su cuerpo bajo una cascada vivificante que puliera su piel, que le proporcionara una nueva piel.
Hélène entreabrió los labios. La tibieza de la noche llenó sus pulmones. Su corazón se dilató. Quería poner su mano sobre la pierna de Manu, pero no se atrevía. No entendía por qué. Sólo comprendía una cosa: a pesar de todo lo que había hecho, tenía una nueva oportunidad de vivir. Este pensamiento le produjo ganas de llorar.
Las comisuras de sus labios temblaron, sintió una comezón en las sienes y dejó resbalar las lágrimas que brotaban de sus ojos abiertos, Manu miró los regueros brillantes que surcaban las mejillas de Hélène. El sufrimiento en silencio siempre te desazonaba. Puso una de sus manos sobre una de las de Hélène, con suavidad, esperando que ella diera mayor crédito a su amistad.
Manu no sentía que estuviera en gran peligro. El comercio ilícito al que sometían a Hélène impedía que los tipos de la casa acudieran a la policía. En cuanto a la venganza personal que pudieran planear, Manu tenía la impresión de que había neutralizado otras más eficaces.
Eligió Corte como primera etapa. Esta pequeña ciudad, antigua capital de Córcega, hundida en el centro de la isla, cerca de la confluencia del Restonica y el Tovignano y coronada por una atenta fortaleza, había sabido protegerse de las sorpresas de una larga guerrilla.
Manu la prefería al litoral. Los turistas llegaban a Corte por la mañana, la visitaban por la tarde y se marchaban al anochecer.
Hélène y Manu se acomodaron en Corte. Alquilaron una casita en la calle Palais-National, al lado de la iglesia y de la plaza Poitu, a los pies de la ciudadela.
Unos arcos unían las calles entre sí. Estas subían en espalderas desde la ciudad baja y se reunían en la fortaleza, la cual parecía así agrupar a las fuerzas ascendentes de la ciudad. La diversidad de las salidas posibles era del agrado de la pareja. Las recorrieron en silencio. Manu dejó el coche en una plaza del centro, con otros coches.
En la parte trasera de la casita había un jardín. La cocina daba a este jardín. Sacaban la mesa para comer y cenar al aire libre, mirando las montañas.
Desde la ventana de la habitación también se veían las montañas. Eran áridas. Sin embargo, hacia el oeste, los pastos las hacían más acogedoras.
Una habitación alargada, con una mesa cubierta por un terciopelo triste y dos de los sillones tapados por una sábana blanca, como una mortaja, hacia las veces de salón, aunque ellos no lo utilizaban.
La vivienda había sido acondicionada por un corso que vivía en el continente. Había instalado una rudimentaria ducha para facilitar el alquiler.
No había agua caliente, que hubiera sido un lujo superfluo bajo el sol corso de agosto. Hélène dejaba que el agua fría corriera largos ratos por su piel, tal como había deseado cuando huía en el coche de Manu.
Hélène se maravillaba de lo elemental, con creciente buen humor, como todos los prisioneros recién liberados; Manu sabía lo que eso era. Únicamente había adosado la cama a la pared. No podía soportar la visión de una cama en el centro de una habitación. Durante un tiempo excesivamente largo, la cama no había sido para ella más que el desagüe de unos hombres a los que acogía con la boca fría y de quienes acechaba los estremecimientos del placer como la señal de un descanso momentáneo.
Sabía que cuanto más sucio estaba el hombre que se desnudaba, cuanto más dura era su barba, menos acostumbrado estaba a las mujeres y antes se ponía a temblar, gruñendo de satisfacción. Los odiaba menos que a los lentos.
No había asimilado la ciencia de las prostitutas, que consiste en ser eficaz; pero no en serlo para que los hombres las prefieran, sino para que gocen antes y desaparezcan más rápidamente.
Hélène había pensado en ello, pero nunca había podido hacer más que apretar los labios y mantener los brazos estirados a lo largo del cuerpo. El esfuerzo que había realizado con Manu era producto de la actitud que él había adoptado el día del primer contacto. Hélène había notado que Manu era algo más que un cliente pasajero: no había dejado los brazos estirados a lo largo de su cuerpo y había entreabierto los labios. Manu recordaba incluso una cierta avidez. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com