El arte de la resurrección (fragmento)Hernán Rivera Letelier
El arte de la resurrección (fragmento)

"Sin embargo, todo lo rehusé, no acepté nada, sólo mantuve firme el propósito y el ánimo de seguir adelante con mi cruzada, aun cuando física y moralmente había sufrido un martirio atroz, y sufriría aún mucho más, todo a causa de la promesa hecha a mi madrecita, promesa a la que no pensaba jamás renunciar. De eso mi espíritu estaba plenamente consciente, incluso sabiendo que más encima de pasar por esta prueba de fuego ante las autoridades del Departamento de Salud Pública, que todo lo controlan —hasta el equilibrio mental de los individuos—, el vía crucis que me esperaba en este mundo iba a ser realmente duro. Pero mi fe en el Altísimo era más fuerte, por algo había sido visitado y ungido por el mismo Hijo de Dios. Sin embargo, pese a que muchos no lo veían como un iluminado, o como un profeta que cumplía un mandato divino, al final no todo había ido tan mal en estos diez años de misión evangelizadora, cruzada en la que había andado este país —«Este largo y delgado país con forma de hijo», como le gustaba repetir en sus prédicas— desde la nortina ciudad de Arica hasta la austral Punta Arenas. Y lo había hecho a pie, en carreta, en góndolas, en autos, en trenes —de pasajeros y de carga—, en botes, en balsas, en barcos y, para gloria de Dios y envidia de los fariseos, hasta había tenido el privilegio, en algunos períodos de vacas gordas, de volar sentado cómodamente en aviones y ver la redondez de la Tierra desde el mismo ángulo que la ven los ojos benditos de los ángeles. Alabado sea el Altísimo. Y enseguida declaraba con satisfacción que nunca, pese a que más de una vez se lo habían ofrecido, intentó viajar sin pasajes en ninguno de esos medios de transporte. Del mismo modo que nunca había quedado debiendo nada a nadie en ninguna parte, ya sea por gastos de hotel u otras menudencias. Ni siquiera había aceptado una lustrada gratis a sus sandalias peregrinas cuando algún niño o cuchepo lustrabotas, tocado por el Espíritu Santo, no había querido cobrarle por ser él quien era. Sin embargo, aunque había predicado el evangelio en calles, plazas y mercados de todas las ciudades del territorio nacional, aunque había hablado desde tribunas y tarimas de un sinnúmero de organizaciones sociales, existía algo que no dejaba de mortificar su espíritu: nunca hasta ese momento había dado un sermón desde el púlpito de una iglesia. Nunca había predicado en una Casa de Dios. Los curas de cada parroquia y los pastores de cada culto evangélico lo aborrecían como al propio diablo y desde el púlpito amenazaban con la excomunión a sus fieles si tenían la mala idea de acercarse a ese pordiosero que osaba hacerse llamar a sí mismo el Mensajero de Cristo en la Tierra. Contra todo y pese a todo, socorrido por la gracia divina, por donde pisaban sus sandalias de romero y se asomaba su desgarbada figura de Cristo popular, una muchedumbre lo seguía y veneraba con recogimiento. Él estaba consciente, además, de que aparte de la gente más modesta e inculta de cada ciudad o villorrio, a sus prédicas solían concurrir los imponderables doctores de la ley: hombres eminentes y duchos en ciencias sociales, jurídicas o filosóficas, que iban a oírlo sólo para sondear, escrutar y tomar nota de sus palabras, de sus dichos y expresiones, para luego difamarlo en los diarios o en los banales programas de radioemisora en los cuales se ocupaban. «Es un pobre campesino indocto», decían después estos fariseos letrados. Para esta clase de incrédulos, el tenor de sus discursos era más humano que divino, el mensaje que encerraban sus palabras, más bien doméstico que espiritual, y los milagros que le achacaban a lo largo del país no tenían nada de excelso; por el contrario, rayaban en lo insulso y poco llamativo. "


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