España, tres milenios de historia (fragmento)Antonio Domínguez Ortiz
España, tres milenios de historia (fragmento)

"Por otra parte, la enorme dispersión del Imperio español hacía imposible decidir rápidamente la lucha; si en un sector del frente las noticias eran malas, de otros podían llegar buenas. Así, la lucha entre los dos colosos se alargó infinitamente, incapaz cada uno de asestar un golpe decisivo a su adversario.
En 1638 un poderoso ejército francés cercó Fuenterrabía; la alarma fue grande, porque en el interior de España apenas existían fuerzas militares organizadas; las mejores estaban en los frentes europeos y una parte había tenido que ser desviada a la frontera de Cataluña. El Conde Duque desplegó una gran actividad: se rebañó todo lo disponible, hasta los cuatrocientos soldados que guarnecían la costa de Granada y cuyo atuendo, más de bandoleros que de soldados, llamó la atención en la Corte. La invasión del suelo patrio suscitó cierta respuesta popular; muchos señores y simples hidalgos partieron por su cuenta al frente obedeciendo al llamamiento del gobierno. Fue la última movilización espontánea. Los irlandeses que defendían Fuenterrabía aguantaron valientemente hasta que aquellas tropas heterogéneas y en su mayoría bisoñas pasaron al ataque y rechazaron a los invasores. El alivio fue grande en los gobernantes y el entusiasmo general en el pueblo. Al Conde Duque la adulación cortesana lo premió con recompensas extravagantes: 12.000 ducados de renta, un millar de vasallos en la tierra de Sevilla, una regiduría en cada ciudad de voto en Cortes. Además, cada 7 de septiembre, aniversario de la victoria, comería con el rey, el cual brindaría a la salud del salvador de la patria. Lo mismo sus intereses que su vanidad quedaban recompensados más allá de toda medida.
En buena lógica se le debían haber mermado las mercedes el año siguiente, cuando todo fue mal: se perdió la fortaleza de Salses, que guardaba la frontera del Rosellón; una armada francesa quemó los astilleros de la costa vasca y, lo que era peor, los barcos del almirante Oquendo, que llevaban refuerzos a los Países Bajos, fueron destruidos en el Canal de La Mancha por la armada holandesa. A partir de entonces nada o casi nada salió bien. Por estas fechas se terminaban las obras del palacio del Buen Retiro: edificios, jardines, estanques, ermitas, teatro, casa de fieras y muchas otras atracciones; los cortesanos ofrecieron pinturas y tapices, los gobernadores de provincias lejanas enviaron animales y plantas exóticas. El conjunto venía a ser un templo del placer que permitiría al monarca evadirse de la sombría atmósfera del viejo alcázar y solazarse sin necesidad de alejarse hasta El Escorial o Aranjuez, porque la cuantía y gravedad de los negocios exigían su continua presencia.
Se comenzó el Retiro cuando su construcción sólo podía dar pábulo al chismorreo habitual; pero, al terminarse, ya las críticas eran más serias, porque en vísperas de los decisivos acontecimientos de 1640 el estado de la nación no permitía gastos superfluos. Los gastos ya triplicaban los ingresos ordinarios, y además eran gastos bélicos que no admitían dilación. De ahí el tono angustioso de los decretos en los que el rey se dirigía a los consejeros o dialogaba con los hombres de negocios. Las Cortes, muy presionadas, votaban nuevos impuestos, pero como no era posible esperar a que produjeran los rendimientos esperados, se multiplicaban los arbitrios, los donativos supuestamente voluntarios, las ventas de vasallos, de cargos, de tierras baldías... Incluso se envió a la Casa de la Moneda para ser acuñada la mayor parte de la plata que existía en los reales palacios. Los clérigos se resistían a perder sus privilegios y sólo pagaban obligados por las bulas pontificias; los nobles en este punto fueron más generosos; además, tenían medios de hacer recaer sobre los pobres los impuestos generales, porque la mayoría se cobraban a través de los municipios y éstos estaban en poder de oligarquías; pero había peticiones de las que no podían indemnizarse a costa de nadie; la más pesada, la media anata de juros; la mayoría estaba en poder de la aristocracia, la clase media y ciertos sectores del clero. La media anata redujo bruscamente este ingreso, típico de una sociedad rentista, a la mitad.
A pesar de tantas adversidades, en 1640 el rey y su primer ministro luchaban tenazmente y la balanza estaba indecisa; lo que le dio un vuelco desfavorable sin remedio fue la revuelta de Cataluña, seguida a los pocos meses de la separación de Portugal; dos hechos coincidentes, análogos, pero de raíz muy diferente. Los choques con la conflictiva sociedad catalana se habían manifestado en unas Cortes tumultuosas que hubo que prorrogar y luego disolver (1632). A pesar de ello, cuando los franceses trataron de romper su frontera, los catalanes se defendieron bien e hicieron un esfuerzo considerable, teniendo en cuenta que entonces su población apenas rozaba el medio millón de habitantes; las milicias castellanas y los tercios italianos enviados de refuerzo agravaron la situación con sus excesos: alojamientos, indisciplina, etc. Los catalanes se sublevaron contra las cargas que consigo traía la guerra, y que en mayor o menor grado sufrieron los demás pueblos de España. Las circunstancias dieron un giro político a su protesta: una minoría radical negó la obediencia al rey de España y prometió fidelidad al rey de Francia, pero este resultado ni era un deseo unánime ni duró largo tiempo, como mostró la experiencia. "



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