La versión de Roger (fragmento)John Updike
La versión de Roger (fragmento)

"El tiempo se mantuvo templado durante todo el mes de diciembre, como si los cielos quisieran bendecir nuestra elección, nuestra reelección. A menudo les parecía que Dios se manifestaba a través del presidente, y a los demás, que éste era una fuerza de la Naturaleza que era inútil tratar de resistir. Muchos que votaron por su adversario, se alegraron en secreto de que ganase: pedía muy poco y prometía mucho. No, esto no es del todo exacto, pues las promesas, si uno las examinaba, eran cada vez menos y más vagas. Él libraba al electorado hasta de la carga de la expectación, y en esto perfeccionaba su imitación de aquel Presidente Celestial cuya inactividad le ha valido nuestra fidelidad durante dos milenios (y ciertamente, si, contra Marción, consideramos que el Dios de los judíos y el Dios de los cristianos es el mismo, durante el doble de ese tiempo (presumiendo que la fecha de la Creación establecida por el arzobispo Ussher, 4004 a. de J.C., fije también el comienzo de la adoración y la alabanza activas subangélicas) aunque, desde luego, incluso el espacio vacío le alaba en cierto sentido, y un bendito tonto como Dale podría argüir que las leyes matemáticas inmutables y eternas son precisamente la forma de esta sumamente hipotética alabanza. Que me siga quien pueda.
Hacía varios años que Esther había conseguido un trabajo mal remunerado en un centro asistencial situado a veinte manzanas de nuestra casa, desde las siete y media hasta las dos y media, tres días a la semana. Para evitar las dificultades de aparcamiento y la posibilidad, bastante real, de que alguien forzase nuestro atractivo e incólume «Audi» nuevo, que había sido descrito en el prospecto como gris; pero que, en el momento de la entrega, resultó ser de un color germánico ligeramente tostado para el que no existe una palabra exacta en inglés, se había acostumbrado recientemente a tomar el autobús y dejar el coche disponible junto a la acera o, menos frecuentemente, en nuestro pequeño garaje, que estaba lleno de herramientas de jardinería, cubos de basura y un columpio caído en desuso. Y así, un día que no había seminario, al volver de mi conferencia de la mañana (después de tomar un vaso de leche y un trozo de quiche del domingo anterior, de pie en el helado vacío de la cocina, mientras espiaba a Sue Kriegman, que escribía a máquina con preocupado semblante en su estudio del piso alto, y de tratar inútilmente de encender el termostato cerrado por la tacañería de Esther), no me costó nada subir al coche para dirigirme a casa de mi sobrina. Le había anunciado mi visita por teléfono y me había armado con una grande, azul y resbaladiza antología de Literatura Americana que, en la desconcertante magnitud de la librería de nuestra Universidad, me había parecido que correspondía a un nivel de estudios secundarios.
Al conducir por Sumner Boulevard, por donde había pasado a pie hacía un mes, me chocó que hubiese perdido su majestuoso aspecto. Ya no estaban en el cielo aquellas nubes tumultuosas azotadas por el viento. En su lugar una niebla deshilachada y amarillenta se confundía con las borrosas siluetas de los árboles, ahora desnudos, y envolvía las cimas de los rascacielos del lejano centro de la ciudad. Las tiendas que, a los ojos del transeúnte, tenían cierto atractivo comercial, parecían ser, en la más larga y rápida perspectiva desde el automóvil, lamentables e improvisados locales decorados con cartón, apenas más duraderos que los paisajes urbanos que yo solía modelar antaño con cajas de cereales, cartones de huevos, cinta adhesiva y lápices, durante las lluviosas tardes de domingo en South Euclid. "



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