En la Patagonia (fragmento)Bruce Chatwin
En la Patagonia (fragmento)

"En su juventud la señorita Starling había sido fotógrafa, pero después aprendió a despreciar la cámara. «Es una aguafiestas», afirmó. Más adelante trabajó como horticultora en un acreditado vivero del sur de Inglaterra. Su mayor pasión eran los arbustos, y comenzó a dedicarse a un cultivo. Esta actividad la ayudaba a evadirse de una vida bastante monótona consagrada a cuidar a su madre, eternamente postrada en cama. Por esta razón se aficionó a los arbustos. Los compadecía, porque crecían en los macizos de los viveros, o en tiestos colocados bajo vidrio, lo cual iba contra los designios de la naturaleza. Le gustaba imaginarlos en estado salvaje, en montañas y bosques, y viajaba con su fantasía a los lugares que figuraban en los rótulos.
Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
«Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo.
Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín.
Había visto el veld sudafricano radiante de flores; y los lirios y los bosques de madroños de Oregón; y la milagrosa flora del oeste de Australia que, aislada por el desierto y el mar, no había producido híbridos. Los australianos bautizaban sus plantas con nombres muy graciosos: pata de canguro, planta de dinosaurio, planta de cera de Gerardtown y Billy Black Boy.
Había visto los cerezos y los jardines zen de Kioto y el color otoñal de Hokkaido. Estaba enamorada de Japón y los japoneses. En uno de ellos tuvo un amante que, por lo joven, podría haber sido su hijo. Le dio lecciones adicionales de inglés y, además, en Japón los jóvenes apreciaban a las personas mayores.
En Hong Kong, la señorita Starling se alojó en casa de una tal señora Wood.
–Una mujer espantosa –dijo la señorita Starling–. Intentó fingir que era inglesa.
La señora Wood tenía una anciana criada china llamada Ah-hing. Ah-hing creía estar trabajando para una inglesa, pero no entendía por qué, si lo era, la trataba así.
–Pero yo le dije la verdad –añadió la señorita Starling–. «Ah-hing –le dije–, tu ama no es ni remotamente inglesa. Es una judía rusa». Y Ah-hing se enfadó, porque ahora se explicaban todos los malos tratos.
La señorita Starling vivió una aventura mientras residía en casa de la señora Wood. Una noche estaba buscando a tientas su llave cuando un chinito le puso un cuchillo contra la garganta y le pidió el bolso.
–Y se lo dio –manifesté.
–No hice tal cosa. Le mordí el brazo. Me di cuenta de que estaba más asustado que yo. Verá, no era lo que llamaríamos un atracador profesional. Pero hay algo que siempre lamentaré. Estuve a punto de arrebatarle el cuchillo. Me habría encantado guardarlo como recuerdo.
La señorita Starling iría a conocer las azaleas de Nepal, «no este mes de mayo sino el siguiente». Y anhelaba pasar su primer otoño en Estados Unidos. Le gustaba Tierra del Fuego. Había paseado por los bosques de notofagus antarctica. Antes los había vendido en el vivero. "



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