Crónica menor de un centenario (fragmento)Guillermo Díaz-Plaja
Crónica menor de un centenario (fragmento)

"Hoy las fiestas del Centenario se han proyectado a las calles de Managua. Un desfile de carrozas ha conducido a un delicioso cortejo, donde las sedas y los lirios, los cisnes y las liras, las saetas de Diana y la espada de Belona, las "púberes canéforas" que amaba Rubén, en suma, han hecho visible y plástica la belleza extraordinaria de la mujer nicaragüense.
Coronaba el desfile, en especial carroza, una dama sonriente, de bella prestancia, todavía de arrogante figura: Margarita Debayle. Sí, habéis leído bien: la Margarita del cuento de Darío. "Margarita, está linda la mar..."
La cosa sucedió hace sesenta años. Era una niña dulce y blonda, hija del gran amigo de Rubén, el doctor Debayle. Tenía ocho años la dulce criatura. Y Darío pasaba una temporada en casa de su padre, en la finca que tenía en la isla del Cardón, frente al puerto nicaragüense de Corinto, en la ribera del Pacífico.
Margarita Debayle sigue -a sus sesenta y tantos años- siendo una mujer muy atractiva, muy cultivada, de extraordinaria gentileza. A mí me ha emocionado conocerla, estrechar su mano, hacerle la pregunta que todos le hacen:
Rubén pasaba una temporada con nosotros en el Cardón. Era muy tierno y cariñoso. Adoraba a los niños y le gustaba hablar con ellos. Un día le pedí que me escribiera un cuento. Allí mismo improvisó la poesía y luego me la copió en un cuaderno que mandamos comprar en Corinto.
Margarita Debayle sonríe radiante de la universalidad que ha conquistado su nombre en la dedicatoria del poeta. Fue ella la primera en ver con sus ojos de niña, por la magia del verso, "el quiosco de malaquita", el "gran manto de tisú", sin olvidar a los "cuatrocientos elefantes a la orilla del mar". Debió de sentirse raptada a ser la princesa del cuento, a la que se le ofrecía, en síntesis maravillosa, "rosa, verso, pluma y flor".
Lo que usted no sabe -me dice- es que Rubén me dedicó después otro poema. Fue en 1914, y yo estaba estudiando en el colegio de monjas de Saint Joseph, en Filadelfia. Darío pasó por Nueva York, camino de Nicaragua, en el viaje final de su vida. Preguntó por mí y quiso verme. Y me escribió otro poema bellísimo.
-¿Dónde se ha publicado? -le atajo-. Porque yo no lo conozco.
-No lo conoce nadie -me dice Margarita-. Se lo dejé a una monja de mi colegio en el curso de unas vacaciones, y, al regresar, me enteré que mi profesora había muerto en un accidente y que había sido enterrada con todos sus papeles. Allí terminó el poema de Darío. Le repito que era muy bello. "



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