Granada la bella (fragmento)Ángel Ganivet
Granada la bella (fragmento)

"Somos lo que todos saben, lo que es todo en España: una interinidad. Pero hay mil modos de entender lo que es esta interinidad.
Los que tenemos la desgracia de hacer poco caso de la estadística, nos vemos obligados a recurrir a menudo a las pruebas psicológicas. Y entre varias, voy a sacar algunas para que se comprenda cómo entiendo yo eso de la interinidad. Cuando ocurre ir por los barrios bajos de Madrid y pasar por delante de alguno de los pocos palacios señoriales que allí quedan, y se nota que todo está cerrado, como si nadie lo habitara, se piensa que en aquel palacio ha ocurrido una desgracia o que sus dueños están ausentes. Si después se va a la Castellana y se pasa por delante de un gran hotel, que también está cerrado y deshabitado, se piensa que aquella casa se alquila, y hasta se desea tener dinero para alquilarla.
Si se pregunta a un obrero de la ciudad qué opinión tiene sobre los hombres y cosas de España; sobre partidos, grupos y banderías, contesta invariablemente que todos son lo mismo, y todos creen que es un escéptico, que está desengañado. ¡Grave error! Es que no se ha enterado todavía. Lo de los malos gobiernos es una vulgaridad cómoda para salir del paso. En todas partes hay buenos y malos gobiernos, y en nuestra patria no están los peores. Si se hace la misma pregunta a un trabajador del campo, éste no contesta nada, y aquí ya se piensa que es que no se ha enterado de lo que pasa; pero tampoco esto es exacto: la verdad rigurosa es que ni se ha enterado ni quiere enterarse. Si os tomáis la molestia de leer en los ojos del campesino, veréis en ellos la soberbia frase del cínico Diógenes al emperador Alejandro: «Apártate, que me dé el sol.»
Y es que el pueblo oye decir que hay constituciones y leyes, que no ha leído porque tiene la singular fortuna de no saber leer, y oye también decir que en esas constituciones y leyes se le han garantizado todos los derechos inherentes a la vida de los hombres libres, y después ve que en cuanto ocurre «algo gordo» se suspenden todas esas garantías, y dice: «!Hola! ¿conque todo eso no sirve más que cuando no sirve para nada?» Sabe el pueblo que existe un Parlamento, y ve que cuando llega un momento crítico se cierra ese Parlamento para desembarazar la acción del poder ejecutivo, y dice: «¿Conque eso no sirve más que para las cosas menudas?» Y continúa arraigada en el pueblo la convicción de que si llegamos a vernos enfrente de un verdadero peligro, habrá que derribarlo todo como una decoración de teatro, y quedarnos «en pelo» como nos quedamos en 1808. Ese es el sentimiento popular y esa es la parte flaca de nuestro sistema político, no la torpeza de los gobiernos, que, en justicia, proceden lealmente al suplir con su acción (que pudiera ser mucho más arbitraria) la inacción popular. Estamos en plena indigestión de leyes nuevas, y, por lo tanto, el mayor absurdo que cabe concebir es dar nuevas leyes y traer nuevos cambios; para salir de nuestra interinidad necesitaríamos un siglo o dos de reposo, no nuevas y caprichosas orientaciones. Algunos creen que se resolvería el problema extendiendo la instrucción, porque se figuran que las leyes se aprenden leyendo: así las aprendemos los abogados para ganarnos la vida; pero el pueblo debe aprenderlas, sin leerlas, practicándolas y amándolas. "



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