Fiasco (fragmento)Imre Kertesz
Fiasco (fragmento)

"Un mediodía… ¿o era ya el atardecer?… Desde su llegada a este lugar vivía con la impresión de haberse salido del tiempo; había dejado atrás el antiguo y aún no había encontrado su sitio en el nuevo, de modo que las horas y hasta los nombres de los días le resultaban indiferentes: esto se debía sin duda a su relajado modo de vida, abocado a cambiar tan pronto como encontrara un trabajo que lo obligara a cierto orden, pero entonces tal vez le daría igual precisamente por eso… Un mediodía, pues, Köves se dirigía a paso pausado hacia el Mares del Sur. Debía de ser domingo, porque una desacostumbrada apatía se había cernido sobre la ciudad. El rumor de alguna diversión se oía aquí y allá, el alboroto de algunos niños rompía la calma somnolienta y las ventanas abiertas soltaban música acompañada de crujidos y del olor a comidas dominicales. Sólo las ruinas parecían más desoladas que nunca —tal vez por la falta de los sonidos ya habituales del continuo martilleo y del espectáculo de los obreros que se encaramaban a los edificios—, como si no pudieran ni reconstruirse ni desaparecer del todo y quisieran permanecer siempre en ese estado, aferradas a su permanente decadencia; al día siguiente, empero, volverían los martillos, irían y vendrían los camiones y gritarían los hombres. Péter había entrado en su habitación a primera hora de la mañana; cuando aún estaba en la cama, el muchacho se dispuso a colocar el tablero sobre la manta, sobre su vientre, para ser precisos. Köves se negó a jugar. «No me importa —le respondió el muchacho—, una vez me dejé engatusar por ti, pero no tienes ni puñetera idea del juego. Además, te odio», añadió ya desde la puerta. A Köves sólo le quedó confiar en que, en el futuro, ese odio lo dispensara de la obligación de jugar al ajedrez. Más tarde, dio una vuelta por la ciudad, picó algo en una cantina, lo que encontró, algo barato y de pie, y se dedicó sobre todo a mirar los escaparates, aquellos que no estaban precisamente entablados. Ya había conseguido esto y aquello; comprar no era en absoluto tan fácil como Köves habría deseado, que no imaginado. En la mayoría de las tiendas se topaba con una densa muchedumbre, en muchas ocasiones lo recibía una cola ya en la puerta, y cuando llegaba al mostrador descubría que había de comprar algo distinto de lo deseado, en el mejor de los casos algo parecido; por ejemplo, un camisón en vez de un pijama, un camisón mucho más grande que su talla, para colmo cortado para un gigante provisto de una barriga del tamaño de un barril. A todo esto, Köves no aguantaba los camisones, o sea, que para poder devolver el pijama a la señora Weigand, prefirió dormir desnudo. Eso sí, compró el camisón —no uno, sino dos, pensando en la muda— al ver la descarada alegría que mostró la dependienta cuando lo quiso dejar, reacción que, según Köves, se debió a la escasez de camisones como de otros bienes en el lugar. Así pues, consideró conveniente no dejar escapar la ocasión. Al final descubrió, sin embargo, que la señora Weigand no se aferraba en absoluto al pijama: ella no lo usaba y a Péter le quedaba grande.
Ya se hallaba en la esquina cuando llegaron a sus oídos un jadeo y el ruido de diminutas patitas. Tan pronto como dobló, saltó hacia su vientre, como una pelota alargada y marrón lanzada con gran fuerza, un perrito, que sacudía la cabeza en su desmesurada alegría, husmeando con su morro brillante, tratando de lamer la mano de Köves y clavando en él, llenos de expectativa, unos ojos que parecían botones. "



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