Batallas en el Monte de Venus (fragmento)Óscar Collazos
Batallas en el Monte de Venus (fragmento)

"No quedaba casi nada de la integridad de Upegui, sólo seguía a salvo su innegable éxito de constructor. Verónica había sentido una refrescante brisa de alivio cuando la conversación tomó otro rumbo. Nadie volvió a pronunciar el nombre de La Tarzana. Le quedó el escozor de la intriga. ¿Quién era La Tarzana? Podría haber salido de la sala con cualquier pretexto e identificar a la acompañante de Upegui. No lo hizo. En medio de cuatro hombres, no valía la pena más certeza que la felicidad de saberse el centro de atención. No volvió a rechazar los discretos avances de Pradilla. A un hombre no se le pone en ridículo delante de sus amigos, no se hiere la vanidad de un hombre poniendo en evidencia su fanfarronería o restándole importancia a su prestigio de conquistador, pues no era otro el prestigio de Pradilla, un seductor irresistible, rodeado siempre de bellas mujeres. Si invertía los términos de la evidencia, le convenía dar a entender que era la nueva presa de este hombre, sin duda atractivo e inteligente. No había intervenido en el chismorreo que decapitó a Upegui y coronó de glorias licenciosas a La Tarzana. Era un hombre discreto, no era fanfarrón como el Gordis, en todo momento agarrado a la cintura de su amiga, en todo momento entregado al besuqueo, como quien muestra a los demás los atributos de su conquista. Así que aceptó la aproximación del nuevo amigo, la mano que tomaba su mano, la suave caricia en su piel, el brazo que distraídamente acariciaba su cuello o los dedos que se entretenían ensortijando sus cabellos rizados.
[...]
No había abandonado la poesía. Escribía ocasionalmente poemas en verso libre, artefactos humorísticos sobre la irrisión de la vida y paradojas sobre el ser y la nada. Si la publicidad le exigía optimismo, la poesía que escribía secretamente era la expresión del más incorregible pesimismo. No le molestaba que lo tuvieran por cínico ni que se dijera que había convertido el amor propio en una de sus bellas artes. Amor propio o vanidad, lo dejaban indiferente los comentarios de los poetas de su generación, aquellos que lo llamaban a pedirle favores o lo abordaban, sable en mano, en tumultuosas fiestas de la tribu. Con gusto y sin mayores esfuerzos, sin esperar recompensa alguna, ni siquiera la recompensa de verse publicado, Pradilla les conseguía avisos para sus revistas. Dos Pradillas no caben en el mismo Parnaso —bromeaba al referirse al otro Pradilla, gran poeta y amigo. Este Pradilla, pese a sus setenta años cumplidos, conservaba en el centro de Bogotá su antigua oficina de abogado. Corregía allí sus poemas, leía a ratos, concertaba citas con secretarías pobres. De vez en cuando invitaba al publicista homónimo a beber unos whiskies. "



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