Las afueras (fragmento)Luis Goytisolo
Las afueras (fragmento)

"Fue una mañana clara y fría, a comienzos de primavera. El monte, la tierra mojada, los campos verdes, la ciudad inmensa y gris, tendida hacia el mar, resplandecían al sol, avivados tras la lluvia caída durante la noche. Unas pocas nubes blancas, deshechas en harapos, ondeaban al viento y los primeros vencejos parecían darles caza al remontarse y caer como embriagados. Domingo había paseado por las aceras soleadas para luego seguir carretera adelante, con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida entre los pliegues de la bufanda, cara al viento que ahora soplaba cortante y helado como un carámbano. A cierta distancia, arrastrando los pies más que caminando, Amelia le seguía pegada a la hilera de plátanos, oscuramente destacada contra los gruesos troncos pintados de blanco.
La mañana había empezado igual que cualquier otra. No bien desayunaban, Domingo se iba a la plaza, a esperar que Amelia concluyera de hacer la limpieza. Tomaba el sol sentado en un banco, entre el ir y venir de las mujeres camino de la compra, sin mover siquiera aquellos ojos negros y huecos que nunca parecían fijarse realmente en algo. Cuando el viento era fuerte, se arrimaba a la fachada sur, junto al idiota que vendía tabaco, cerillas, piedras para mechero y unos cigarros negros y retorcidos como raíces, y a la pareja de guardias que preferían aquel rincón a la puerta de la Caja de Pensiones todavía en sombras. Luego, el paseo; cuando llegaba Amelia. Salían juntos de la plaza, al mismo tiempo, pero ella tenía los pies hinchados y no tardaba en quedarse atrás. La distancia aumentaba poco a poco. Él no la esperaba y ella no le pedía que lo hiciera ni se quedó nunca a mitad de camino. Lenta, obstinada, con los dientes apretados, seguía y seguía hacia un lugar que posiblemente no le interesaba más que cualquier otro y del que, con toda seguridad, su marido ya se habría cansado cuando ella llegara. Domingo diría: «¿Volvemos?» Pero ella seguía. Caminaban hasta un recodo de la carretera desde donde se avistaba un edificio en construcción levantado sobre lo que fue una huerta de flores. Le echaban un vistazo y volvían atrás. Domingo había cuidado de aquella huerta hasta que, hacía casi un año, el administrador de don Víctor le dijo que iban a edificar y tuvo que marcharse.
Ya de regreso, se llegaban hasta una fuente de aguas muy frías, buenas para «la glándula», según los entendidos. Quedaba en una hondonada, entre chopos tiesos y apretados. Junto al chorro, siempre había gente llenando garrafas, cántaros y botellas. Domingo y Amelia se sentaban al sol y escuchaban en silencio lo que se decía, viejas historias del pasado. Al cabo de un rato, la mujer se iba a preparar la comida. El viejo continuaba sentado bajo los chopos. A veces le vencía el sueño y echaba una cabezada con la boca abierta, redonda y negra como el agujero de una maceta.
Los gatos le rodeaban y se dormían sobre sus rodillas. A la hora de comer, regresaba a casa.
Vivían realquilados en una casa destartalada y oscura del barrio, antiguo pueblo autónomo, ahora convertido en suburbio de la ciudad. La propietaria del piso era una vieja gorda y desgreñada, siempre vestida de negro, a la que todo el mundo llamaba la Viuda. No tenía familia ni más ocupación, al parecer, que la de controlar a sus huéspedes. No quería que Amelia cocinase mientras ella preparaba sus guisos; decía que la vieja estorbaba, que andaba muy despacio y la entorpecía. Tampoco quería oírles moverse por las mañanas antes de que ella se hubiese levantado, ni que abrieran las puertas sin avisar, porque las corrientes la resfriaban, ni que fueran al retrete durante las horas en que ella solía hacerlo. Les espiaba desde el comedor atisbando por una rendija y al toparse con ellos les amenazaba, repetía una y otra vez que pagaban un alquiler muy bajo, que no podía tenerles, que acabaría hablando con las monjas para que se los llevaran a un asilo.
Así pues, los viejos pasaban fuera de casa la mayor parte del tiempo. Por la tarde, nuevamente la plaza y otro paseo. Cuando oscurecía, Domingo se llegaba al bar del Centro Parroquial, en tanto que Amelia se volvía al cuarto, a coser o remendar. Nunca invertían el orden ni cambiaban las horas. El plan era estricto y a él se atenían rigurosamente e incluso se diría que cualquier variación les fastidiaba y dolía como una falta contra el deber; la costumbre se había convertido en obligación.
En el Centro Parroquial, sin más gasto que un vasito de tinto, uno se podía pasar todas las horas que quisiese mirando a los chicos que jugaban al billar, al futbolín, al ajedrez o al dominó. A las nueve en punto, cuando el reloj del rincón daba las horas, Domingo llamaba al mozo, pagaba y se volvía a su casa, a cenar; cenaban las sobras del almuerzo, que Amelia no había calentado por no importunar. Se acostaban inmediatamente y sin hablar, como si lo hicieran a solas, cada uno por su lado. La patrona no quería que tuvieran encendida la luz más tiempo del imprescindible.
Normalmente los viejos se hablaban muy poco y discutían menos. A veces, él rezongaba que seguramente, al guisar, ella se comía los mejores bocados, no gritando ni tan siquiera riñendo, sino más bien comentando. Ella decía que no con la cabeza y la cosa no pasaba de ahí. Apenas cambiaban alguna frase, fuera de las necesarias para pedir, ofrecer o proponer algo, para contar alguna cosa chocante que habían visto u oído. Con los extraños, todavía eran más callados. El cartero no los conocía. Nunca recibieron visitas de parientes o amigos. Se sabía que tuvieron un hijo; era fuerte y rubio y sus ojos parecían hechos para mirar a la cara de las personas. Murió durante un bombardeo, días antes de ser alistado.
Y los vencejos caían en picado, se remontaban, volaban a ras del suelo igual que balas perdidas. Por la carretera avanzaba un largo descapotable color crema, suave y lento, sin más ruido que el de una seda al rasgarse. El hombre conducía con una sola mano; la otra rodeaba el cuerpo de una mujer recostada en su pecho, rubia, con gafas negras. Y la otra rubia, la azafata vestida de gris, le sonreía desde su cartel, más allá de la cuneta. "



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