El huérfano (fragmento)Adam Johnson
El huérfano (fragmento)

"Cruzaron a toda velocidad todos los puntos de control. Jun Do no entendía cómo se lo montaban los soldados que los vigilaban para saber que en la furgoneta iba una unidad de chupasangres, pero lo cierto es que él tampoco habría querido detener un vehículo como aquel. Jun Do se dio cuenta por primera vez de que lo que giraba encima de las tablas del suelo y se arremolinaba con cada racha de viento eran cáscaras de huevo duro, una docena, tal vez. Eran demasiados huevos como para que se los hubiera comido una sola persona, y nadie compartía sus huevos con extraños, o sea que debía de haberse tratado de una familia. A través de la parte trasera de la furgoneta, Jun Do veía pasar las torres de vigilancia de los campos de cultivo: en cada una había una cuadrilla local armada con un rifle viejo, que protegía las terrazas de maíz de los agricultores que se ocupaban de ellas. Vio camiones de basura llenos de campesinos, a los que llevaban a trabajar en proyectos de construcción. Las carreteras estaban llenas de reclutas con rocas sobre los hombros, que debían servir para reforzar secciones inundadas. Y, no obstante, se trataba de trabajos agradables en comparación con los campos. Pensó en las familias a las que trasladaban enteras a esos destinos. Si había habido niños sentados en el lugar donde él estaba sentado, si había habido ancianos en aquel banco, significaba que nadie estaba a salvo: un día una furgoneta como aquella podía ir a buscarlo también a él. Las cáscaras de huevo giraban como peonzas al viento, su movimiento tenía un no sé qué alegre y caprichoso. Las cáscaras se acercaron a los pies de Jun Do y este las aplastó.
A última hora de la tarde la furgoneta empezó a descender por un valle fluvial. En la orilla más próxima había un enorme campamento, miles de personas que vivían en el fango y la miseria para poder estar cerca de sus seres amados, que se encontraban en la otra orilla. Al otro lado del puente, todo cambiaba. Tras el alerón de lona negra, Jun Do vio cientos de barracones con forma de armónica que albergaban a miles de personas, y pronto el ambiente quedó impregnado del apestoso olor a soja destilada. La furgoneta pasó junto a un grupo de niños que arrancaban la corteza de un montón de ramas de tejo: daban el corte inicial con los dientes, despegaban la corteza con las uñas e iban desgarrando las ramas con la fuerza de sus pequeños bíceps. Normalmente una escena como aquella le habría parecido tranquilizadora, lo habría hecho sentirse más cómodo. Sin embargo, aquellos eran los niños más delgados que Jun Do hubiera visto en su vida y se movían más rápido que los huérfanos de Feliz Porvenir.
La verja era de lo más sencilla: había un hombre que se encargaba de un voluminoso conmutador eléctrico y otro que empujaba una verja electrificada. Los enfermeros se sacaron del bolsillo unos viejos guantes de cirujano que innegablemente habían utilizado en innumerables ocasiones y se los pusieron. La furgoneta aparcó junto a un oscuro edificio de madera. Los enfermeros bajaron y le pidieron a Jun Do que los ayudara a transportar la nevera, pero este no se movió. Tenía las piernas cargadas de electricidad estática y se quedó ahí sentado, observando a una mujer que pasó por detrás de la camioneta empujando un neumático. Las piernas le terminaban en las rodillas y llevaba unas botas de trabajo colocadas al revés, de modo que los cortos muñones iban metidos en la parte de los dedos y las rodillas se apoyaban donde deberían haber estado los talones. La mujer llevaba los cordones de las botas muy apretados y caminaba con una agilidad sorprendente, describiendo semicírculos con sus cortas piernas mientras perseguía el neumático.
Uno de los enfermeros cogió un puñado de tierra y se lo arrojó a la cara a Jun Do. Los ojos se le llenaron de arenilla y se le saltaron las lágrimas. Le entraron ganas de arrancarle la cabeza de una patada a aquel imbécil, pero aquel no era el mejor lugar para cometer errores o estupideces. Además, bastante trabajo le costó ya sacar las piernas por la trasera de la furgoneta y mantener el equilibrio mientras cargaba con la nevera. No, era mejor terminar con aquello y largarse de ahí.
Siguió a los enfermeros hasta un centro de procesamiento en el que había una decena de catres de hospital llenos de personas que parecían hallarse a ambos lados del filo de la muerte. Lánguidos y murmurantes, le recordaron los peces del fondo de la bodega de carga, que reaccionaban apenas con un postrero temblor de agallas cuando los atravesaban con el cuchillo. Jun Do vio la mirada retraída de un acceso de fiebre, la piel amarillenta a causa de un órgano débil y heridas a las que solo les faltaba sangre para seguir sangrando. Pero lo más inquietante era que no lograba distinguir a los hombres de las mujeres. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com