Los grandes cementerios bajo la luna (fragmento)Georges Bernanos
Los grandes cementerios bajo la luna (fragmento)

"Si traigo a colación estos recuerdos es para que se entienda mejor que el nuevo lenguaje de las Ilustrísimas ha resonado como un toque de trompeta en el corazón de nuestros hijos. ¿Acaso no dice la Sagrada Escritura que los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos tienen la dentera? Es natural que nuestros sucesores sientan la necesidad de refrescarse el gaznate. Pero también es natural que estén expuestos a equivocarse sobre la calidad del vino que les sirven. Sigo sopesando mis palabras. Cuando los eclesiásticos practicaban la política de concesiones y hablaban su lenguaje, agradaban a los duques liberales de la Academia Francesa y a una multitud de buena gente cuyas reacciones eran tanto menos de temer cuanto que hacían profesión de detestar hasta la palabra misma «reaccionario». En esas condiciones, es evidente que los estados mayores eclesiásticos no se arriesgaban mucho. Pero si llaman a las armas, incluso en voz baja, creo que pondrán de pie a un pueblo que conocen mal, cuyo idioma hasta ahora han hablado pocas veces, ese pueblo de la juventud que sin embargo hizo la Edad Media y la cristiandad, en los benditos tiempos en que el mundo aún no estaba lleno de viejos, en que un hombre de mi edad, gracias a la ignorancia de los médicos, el abuso de carne y de los recios vinos del terruño, debía pensar en ceder pronto su puesto. Desde el siglo XVII la Iglesia recela de la juventud. ¡Sonrían si quieren! Su sistema educativo, deben admitirlo, hace más hincapié en la solicitud que en la confianza. Está muy bien eso de proteger a los hombrecitos de los peligros de la adolescencia, pero los jóvenes que presentan ustedes a oposiciones andan un poco flojos de temperamento, ¿no les parece? ¿Son más castos que sus antepasados del siglo XIII? No lo sé. Entre nosotros: me lo pregunto. También me pregunto si estos productos selectos de la formación humanista y moralista que pusieron de moda los jesuitas de la época clásica no acaparan toda su atención, hasta el extremo de hacerles perder el contacto con una juventud muy distinta y que no suele cruzar el umbral de sus casas. Sí, llamen a las armas a esta juventud, llámenla, y verán cómo se estremece la cristiandad como la superficie del agua a punto de hervir. A nuestras viejas razas militares les resulta más fácil luchar y morir que practicar la virtud de la castidad. El error de ustedes no era que pedían demasiado, sino, seguramente, que ya no pedían mucho, no lo pedían todo, hasta la vida. En el fondo, sus ingeniosos métodos parecen más inspirados en los moralistas que en el Evangelio, ¡el Evangelio es mucho más joven que ustedes! Al escucharles se diría que la juventud es una crisis desgraciadamente inevitable, una prueba que es preciso superar. Les imagino vigilando sus complicaciones, con un termómetro, como si se tratara de escarlatina o rubeola. Cuando baja la temperatura suspiran aliviados, como si el enfermo estuviese fuera de peligro, cuando en realidad lo que hace es ocupar su lugar entre los mediocres, los que se llaman a sí mismos hombres graves, o prácticos, o dignos. Pero la fiebre de la juventud es lo que mantiene al resto del mundo a una temperatura normal. Cuando la juventud se enfría, el resto del mundo castañetea los dientes. ¡Oh! Ya sé que el problema no es nada sencillo. Reconciliar la moral del Evangelio con la de La Fontaine en nombre del humanismo no parece tarea fácil. Cuando un ministro o un banquero pone a su progenie en sus manos, espera que la modelen a su imagen y semejanza, y no pueden defraudarle. No siempre le defraudan. La delicada flor del ateísmo enciclopédico salió de sus casas. «Les tratamos bien —dicen ustedes—. Les protegemos del mal, a nuestro lado no temen nada». ¡Sí, lástima que el barco se haya hecho a la mar! Si nunca hubiera salido de la grada aún lo veríamos recién pintado, lavado y adornado con lindos pabellones. «¡Alto ahí! ¿Acaso no les previnimos contra el mundo?». Desde luego. Ellos conocían más o menos todas las concesiones que puede hacer un cristiano al espíritu del mundo sin condenarse al infierno eterno. Con semejantes campeones de las Bienaventuranzas el mundo no tiene mucho que temer, puede esperar tranquilamente a que la maldición lanzada contra él se cumpla… «No podéis servir a Dios y al mundo, no podéis servir a Dios y al dinero. "


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