Un lugar llamado antaño (fragmento)Olga Tokarczuk
Un lugar llamado antaño (fragmento)

"El Hombre Malo iba a Ventisco por la noche. Emergía del bosque al anochecer y parecía como si se despegara de un mural: era moreno y tenía en el rostro una sombra de árboles que nunca desaparecería. Las telarañas brillaban en sus cabellos y por su barba se paseaban tijeretas y pequeños abejorros. A Espiga todo eso le daba mucho asco. Además, olía de otra forma. No como un hombre, sino como un árbol, como el musgo, como el pelaje del jabalí, como la piel de la liebre. Cuando le permitía entrar en ella, sabía que no copulaba con un hombre. No era un hombre, a pesar de su aspecto humano, a pesar de las dos o tres palabras humanas que sabía decir. En cuanto tomaba conciencia de ello, la sobresaltaba el miedo, pero también la excitación de transformarse ella misma en una cierva, en una jabalina, en una anta, de no ser nada más que una hembra, como millares de hembras en el mundo, y de tener en su interior a un macho igual que otros millares de machos en el mundo. El Hombre Malo emitía un aullido largo y penetrante, que debía oírse en todo el bosque.
Él abandonaba la casa al amanecer y antes de salir siempre le robaba algo de comida. Espiga intentó muchas veces seguirlo por el bosque y descubrir su guarida porque, si llegaba a conocerla, tendría mayor poder sobre él. Tanto el hombre como el animal muestran el lado débil de su naturaleza en el lugar en que se ocultan.
Nunca consiguió seguir al Hombre Malo más allá del gran tilo. En cuanto ella apartaba la vista de su encorvada espalda que se colaba entre los árboles, el Hombre Malo se perdía como si se lo tragara la tierra.
Al final, Espiga comprendió que la traicionaba su olor humano, de mujer, y que por eso el Hombre Malo sabía que ella lo perseguía. Un día recogió setas, cortezas de árboles, pinocha y hojas. Lo metió todo en una gran olla de piedra, vertió agua de lluvia y esperó algunos días. El Hombre Malo volvió y a la mañana siguiente se fue al bosque con un trozo de tocino entre los dientes. Ella se desnudó rápidamente, se frotó con aquella mixtura y salió tras él.
Lo vio sentarse en el suelo, en las lindes del prado, y comerse el tocino.
Luego, se limpió las manos en la hierba y se metió entre la maleza. En los espacios abiertos, miraba receloso a su alrededor y husmeaba. Llegó incluso a tirarse al suelo; justo un instante después Espiga escuchó el traqueteo de una carreta en el camino de Wola.
El Hombre Malo entró en los parajes de la Papelera. Espiga se escondió entre la hierba y siguió sus huellas agachada. Cuando se encontró en la linde del bosque ya no pudo verlo por ninguna parte. Intentó husmear como él, pero no sentía nada. Impotente, empezó a dar vueltas bajo el enorme roble, cuando de repente cayeron junto a ella varias ramitas, una tras otra. Espiga comprendió su error.
Alzó la cabeza. El Hombre Malo estaba sentado en una rama del roble y le enseñaba los dientes. Ella se asustó ante su nocturno amante. No parecía un hombre. Él gruñó amenazadoramente y Espiga entendió que debía irse.
(...)
El ángel contempló el nacimiento de Misia de una forma totalmente diferente a la partera Kumercka. Normalmente, este tipo de seres preternaturales lo ve todo de forma distinta. Los ángeles perciben el mundo no sólo a través de los sentidos físicos que captan lo productivo y lo destructivo sino mediante el significado y el alma de estas formas.
El ángel asignado a Misia por Dios percibió el dolor, en lo recóndito del cuerpo, ondulándose como una tira de tela. Era el instante del alumbramiento de Misia en el receptáculo de Genowefa. Y el ángel contempló a Misia como un fresco, brillante y vacío espacio, en el cual una confusa y semi consciente ánima estaba a punto de aparecer. Cuando la niña abrió sus ojos, el ángel dio las gracias al Todopoderoso. Entonces la mirada del ángel y la mirada humana se encontraron por vez primera y el ángel se estremeció como sólo puede estremecerse un ángel carente de cuerpo.
El ángel acogió a Misia dentro de este mundo tras la espalda de la partera, dejándole claro que había un espacio para que ella viviera, le mostró también a otros ángeles y al Todopoderoso y sus incorpóreos labios susurraron: "Mirad, mirad, ésta es mi dulce y pequeña alma." Todo ello fue aderezado con la inusual, angelical y empatía amorosa de estos seres, los únicos sentimientos que albergan, ya que el Creador no les concedió instintos, emociones o necesidades. Si los poseyeran, ya no serían criaturas espirituales. El único instinto que poseen es la simpatía, una infinita simpatía, intensa como el firmamento. "



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