Náufragos (fragmento)Erich Maria Remarque
Náufragos (fragmento)

"Cuando salieron de Berna empezó a llover. Ruth y Kern no tenían suficiente dinero para pagar el billete del tren hasta la próxima estación importante del camino. Tenían, es cierto, una insignificante reserva, pero no querían tocarla antes de llegar a Francia. Un coche que seguía su misma dirección les llevó durante unos cincuenta kilómetros. Después de ello tuvieron que seguir a pie. Kern raramente se arriesgaba a vender nada en las pequeñas ciudades, porque podía despertar sospechas. No podían nunca detenerse más de una noche en el mismo lugar; llegaban tarde, cuando la comisaría de policía estaba ya cerrada, y se ponían en camino por la mañana, antes de que la abriesen nuevamente. De esta manera, ya se encontraban siempre lejos del lugar antes de que pudiera ser entregada una denuncia a las autoridades. La lista de Binder no les sirvió de mucho en aquella parte de Suiza. Sólo mencionaba ciudades mayores.
En las proximidades de Murten durmieron en un establo vacío. Llovió durante la noche. El techo del mismo estaba en pésimo estado y se despertaron completamente empapados. Intentaron secar sus ropas, pero no consiguieron hacer una hoguera. Todo estaba mojado. Lucharon con grandes dificultades para descubrir un rincón donde la lluvia no hubiera penetrado. Durmieron apoyados uno contra el otro para calentarse. Pero los abrigos que usaban como mantas, estaban demasiado mojados, y el frío les despertó nuevamente. Así, aguardaron el rayar del alba para ponerse nuevamente en camino.
—Andando entraremos en calor —dijo Kern— ¿Y probablemente encontraremos café en algún sitio.
Ruth hizo Señal de que sí.
—Tal vez el sol salga y entonces nos sequemos rápidamente.
Sin embargo, el día permaneció frío y nublado, y continuaron cayendo aguaceros sobre los campos. Era el primer día, verdaderamente frío, del mes. Las nubes estaban bajas y por la tarde se reanudó la tormenta. Ruth y Kern se refugiaron en una capillita, que estaba junto a la carretera. Al cabo de unos momentos empezó a tronar mientras los rayos y los relámpagos brillaban a través de las vidrieras, donde había santos pintados, vestidos de azul y oro, sujetando en la mano versículos donde se hablaba de paz en el cielo y en la tierra.
Kern notó que Ruth tenía escalofríos.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—No. No mucho.
—Ven. Es mejor que andemos un poco por aquí dentro, si no te vas a enfriar.
—No me resfrío. Déjame sentada aquí un poco más de tiempo.
—¿Estás cansada?
—No. Pero quiero quedarme así algo más.
—¿No sería mucho mejor andar un poco? Sólo unos minutos. No te debes quedar sentada tanto tiempo, con la ropa mojada. El suelo, al ser de piedra, es bastante frío.
—Está bien, vamos.
Se pusieron a andar despacio, alrededor de la nave, oyendo retumbar sus propios pasos. Pasaron delante de los confesonarios cuyas cortinas verdes se movían por el aire. Dieron la vuelta al altar y anduvieron nuevamente por la sacristía.
—Todavía faltan nueve kilómetros hasta Murten dijo —Kern—. Vamos a ver si encontramos un sitio más cercano para pasar la noche.
—¡Podemos hacer muy bien los nueve kilómetros!;
Kern murmuró alguna: cosa para sí mismo.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Ruth.
—Nada. Estaba, simplemente, maldiciendo a un tal Richard Binding.
Ella le pasó la mano por el brazo.
—Olvídalo. Es lo mejor que puedes hacer. Mira. Parece que ya cesa la lluvia.
Salieron. Todavía caían algunas gotas, pero sobre las montañas aparecía un inmenso arco iris que cubría el valle, de un lado a otro, como un puente multicolor. Más allá del bosque, entre las nubes dispersas, una luz amarilla iluminaba el paisaje. No podían ver el sol. Sólo percibían aquella luz que irradiaba como una neblina luminosa.
—Ven —dijo Ruth—. El tiempo está mejorando.
Aquella noche llegaron a un redil de ovejas. El pastor, un campesino de mediana edad, estaba sentado delante de la puerta. Dos enormes perros estaban echados a sus pies. Cuando Kern y Ruth se aproximaron, los perros se levantaron ladrando con furor. El campesino sacó la pipa de la boca y silbó, llamándolos.
Kern se aproximó.
—¿Nos podría permitir que pasáramos la noche aquí? Estamos muy cansados para poder continuar el camino.
El hombre les miró durante un rato.
—Ahí arriba está el henil —dijo finalmente.
—Tenemos suficiente.
El hombre les miró nuevamente.
—Deme sus cerillas y los cigarrillos —dijo después—. Hay mucha paja allí.
Kern entregó lo que le pedía.
—Tendrán ustedes que subir por la escalera interior —continuó el pastor—. Yo cerraré una vez hayan entrado, porque vivo en la ciudad, y por la mañana temprano vendré a abrir la puerta.
—Gracias, muchas gracias.
Subieron por la escalera. Al llegar arriba comprobaron que reinaba un cálido ambiente. Después de un rato el pastor apareció, trayéndoles uvas, un poco de queso y pan negro. "



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