El espejo del mar (fragmento)Joseph Conrad
El espejo del mar (fragmento)

"Era un hombre formado en grandes barcos de altura, y el tamaño de la embarcación que tenía bajo sus pies era parte de su concepción del mar. Su barco, desde luego, era grande para lo que se estilaba entonces. Tal vez pensó en las dimensiones de su camarote, o quizá, inconscientemente, evocó la imagen de un bajel tan pequeño cabeceando y balanceándose entre las grandes olas. Yo no le pregunté, y a un joven segundo de a bordo el capitán del pequeño bergantín, sentado a horcajadas en una banqueta de tijera con la barbilla apoyada en las manos, enlazadas sobre la barandilla, podría haberle parecido un rey, aunque de no mucha monta, entre los hombres. Nos cruzamos con él a una distancia de tiro de piedra, sin saludarnos, pudiendo leer cada uno el nombre del otro a simple vista.
Unos años más tarde, el segundo de a bordo, el receptor de aquel refunfuño casi involuntario, podría haberle dicho a su capitán que un hombre formado en barcos grandes puede, no obstante, experimentar un singular placer al ver lo que ya por entonces ambos tendríamos que haber calificado de embarcación pequeña. Probablemente el capitán del barco grande no lo habría entendido muy bien. Su respuesta habría sido un gruñido: «A mí que me den unas buenas dimensiones», como le oí contestar a otro hombre ante un comentario elogioso de la maniobrabilidad de un pequeño navío. Y no se trataba de amor por lo grandioso ni del prestigio que va ligado al mando de un buque de gran tonelaje, porque añadió, con cara de asco y desprecio: «Vamos, seguro que ahí sale uno disparado de la litera en cuanto haga un poco de mal tiempo».
No lo sé. Yo recuerdo unas cuantas noches de mi vida, y en barco grande además (tan grande como entonces se hacían), en que uno no salía disparado de la cama sencillamente porque ni siquiera probaba a meterse en ella; estaba uno demasiado cansado, demasiado desesperado para intentarlo. El expediente de coger la ropa de cama, extenderla sobre un suelo mojado y echarse allí no servía para nada, ya que uno no podía mantenerse en el mismo sitio ni gozar de un segundo de descanso en aquella ni en ninguna otra postura. Pero en cuanto al placer de ver a una embarcación pequeña navegar por entre las grandes olas, es cosa que no ofrece duda para aquel cuya alma no tiene su morada en tierra. Así, recuerdo bien una corrida de tres días que logramos sacarle a un pequeño bricbarca de 400 toneladas, más o menos entre las islas de St. Paul y Amsterdam y el Cabo Otway, en la costa australiana[28]. Fue un temporal duro, largo, nubes grises y mar verde, mal tiempo, desde luego, pero lo que un marinero todavía llamaría gobernable. Con dos gavias bajas y un trinquete arrizado, el bricbarca parecía navegar por una mar estable, tendida, que no le hiciera perder velocidad en los senos de las olas. Las solemnes, atronadoras oleadas lo alcanzaban por la popa, lo rebasaban con un furibundo hervidero de espuma a la altura de las bordas, y seguían su curso avante con un restallido y un bramido; y el pequeño bajel, con su botalón de foque bañado en la revoloteante efervescencia, proseguía su avance por una depresión uniforme, lisa, un hondo valle entre dos crestas marinas que ocultaban el horizonte por proa y popa. Había tal fascinación en su empuje, en su agilidad, en su continuo alarde de infalibles facultades náuticas, en su apariencia de valor y entereza, que no pude resistirme al placer de mirarlo deslizarse durante los tres inolvidables días de aquel temporal al que mi segundo también gustaba de glorificar llamándolo «el empujón fantástico».
Y es éste uno de estos temporales cuyo recuerdo vuelve en años posteriores, grato en su austeridad dignificada, como recordaría uno con agrado las nobles facciones de un desconocido con el que hubiera cruzado la espada un día, en un encuentro caballeresco, y al que nunca volverá a ver. En este sentido tienen los temporales fisonomía propia. Uno los recuerda según sus propios sentimientos, y no hay dos que se queden grabados del mismo modo en las emociones. Algunos se aferran con desconsolada tristeza; otros retornan con extraña furia, como espíritus necrófagos entregados a chuparle y arrebatarle a uno la fuerza; otros, al reaparecer, poseen el esplendor de la catástrofe; algunos son recuerdos indeseados, irreverenciados, como de felinos vengativos que le desgarraran a uno sus atormentadas vísceras; otros son severos como una inspección; y uno o dos se yerguen embozados y misteriosos con un aire de ominosa amenaza. En cada uno de ellos hay un rasgo característico en virtud del cual la sensación global parece encerrada en un solo instante. Así, hay unas determinadas cuatro de la madrugada en que, en medio del confuso fragor de un mundo negro y blanco, recibí, al subir a cubierta para hacerme cargo de mi cuarto de guardia, la impresión instantánea de que el barco no duraría una hora más en aquel mar tan encrespado.
Me pregunto qué habrá sido de los hombres que, en silencio (uno no alcanzaba a oírse a sí mismo), debieron de compartir aquel convencimiento conmigo. Quedar para escribir acerca de ello no es, tal vez, el destino más envidiable; pero lo cierto es que esta impresión resume en su intensidad el recuerdo íntegro de días y días de tiempo encarnizadamente peligroso. Nos encontrábamos entonces, por razones que no vale la pena especificar, en las inmediatas cercanías del Archipiélago de Kerguélen; y ahora, cuando abro un atlas y miro sus puntitos diminutos en el mapa del Mar del Sur, veo, como grabada en el papel, la enfurecida fisonomía de aquel temporal.
Otro, extrañamente, me trae a la memoria a un hombre callado. Y sin embargo, no era estrépito lo que faltaba; el que había era, de hecho, tremendo. Fue aquel un temporal que se abatió súbitamente sobre el barco, como un pampero, que en su final es, en efecto, un viento muy repentino. Antes de saber muy bien qué estaba pasando, todas las velas que teníamos desplegadas habían estallado; las aferradas ondeaban sueltas, los cabos volaban, el mar silbaba —silbaba espantosamente—, el viento aullaba y el barco se puso tan de costado que la mitad de la tripulación estaba nadando y la otra mitad se agarraba desesperadamente a lo que tuviera más a mano, según el lado de la cubierta en que a cada hombre le hubiera pillado la catástrofe, a sotavento o a barlovento. El griterío no hace falta ni mencionarlo —era una simple gota en un océano de ruido—, y sin embargo, el carácter del temporal parece encerrado en el recuerdo de un hombre bajo, cetrino, nada llamativo en ningún aspecto, con la cabeza descubierta y el rostro petrificado. Al capitán Jones —llamémosle Jones— todo aquello le había pillado desprevenido. Había dado dos órdenes a la primera señal de aquella arremetida totalmente imprevista; después de eso, la magnitud de su error parecía haberlo desbordado. Hacíamos cuanto era preciso y factible. El barco se portaba bien. Por supuesto, pasó algún tiempo antes de que pudiéramos hacer una pausa en nuestros violentos y laboriosos esfuerzos; pero a lo largo de toda la tarea, en medio de la excitación, del alboroto y de cierto desfallecimiento, fuimos conscientes de la presencia de aquel hombrecito callado en el saltillo de popa, absolutamente inmóvil, mudo, y en muchos momentos oculto a nuestra vista por las ráfagas de espuma.
Cuando finalmente los oficiales logramos llegarnos a gatas hasta la popa, pareció salir de aquella entumecida calma, y nos gritó a favor del viento: «Venga con las bombas». Después desapareció. En cuanto al barco, no hace falta decir que, aunque se vio momentáneamente englutido en una de las noches más negras que alcanzo a recordar, no desapareció. En realidad no creo que existiera en ningún instante grave peligro de semejante cosa, pero desde luego la experiencia fue ruidosa y particularmente aturdidora. Y sin embargo es el recuerdo de un silencio abrumador lo que pervive. "



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