El ángel luchador (fragmento)Pearl S. Buck
El ángel luchador (fragmento)

"Al narrar esta historia sigo olvidando contar algo referente al nacimiento de los hijos de Andrew. Estoy poseída por Andrew. Lo veo, como tantas veces lo vi, ansioso, eternamente dispuesto a emprender un nuevo viaje. Me parece oírlo todavía, siendo ya viejo, contándome con aquella manera suya fragmentada, detalles de su vida; pero nunca me dijo nada de sus hijos. Yo no había nacido todavía, de manera que no puedo contar mi propia historia sobre él. Pero cuando emprendió el viaje remontando el Gran Canal para iniciar su trabajo de abrir nuevos territorios, tenía un hijo vivo, una hija muerta y otro chiquillo que debía nacer en breve. Carie me lo dijo.
Jamás me dijo una palabra respecto al nacimiento y la muerte de sus hijos. Me dijo, riéndose silenciosamente, que en una ciudad de la parte alta del canal donde decidió fundar su primer centro, había alquilado lo que llamó una «casa espléndida», casi por nada. Ningún chino quería vivir en ella porque estaba embrujada por una zorra. «No era más que una comadreja», dijo riéndose a gusto, no viendo parecido alguno entre los temores de los chinos y sus secretas creencias en los fantasmas. Hizo lavar y asear la casa y fue a buscar a su familia, dejando a Carie que se ocupase de ella mientras él seguía río arriba. Pero siempre hablaba de esta casa con placer. Se consideraba orgulloso de haberla encontrado y hablaba calurosamente de sus comodidades mientras hacía sus prodigiosos viajes. No tengo de la casa descripción alguna hecha por él porque era incapaz de ello. Pero compró una de las estufas en Shanghai, y hacía calor en invierno y había un estudio particular suyo donde tenía todos sus libros, y una lámpara grande sobre una mesa china y un sillón muy cómodo. Eran cosas dignas de ser recordadas cuando tenía que dormir en un lecho de piedra de una posada china o seguía los intolerables caminos cabalgando en su borriquillo.
A fin de poder trabajar más rápidamente, planeó y se hizo hacer por un carpintero chino una especie de carricoche montado sobre unos muelles muy duros. Estuvo de pie al lado de la forja del herrador mientras éste los golpeó sobre el yunque, y a su alrededor se agrupaba la gente viendo forjar aquellas extraordinarias piezas de hierro. ¿No serían una parte de alguna espada de país extranjero? Y entonces compró una mula, la enganchó al carricoche y comenzó a recorrer la región de un lado a otro con gran contento y admiración de los habitantes.
Tan grande fue la envidia suscitada por su furgón que al final algunos ladrones oyeron hablar de él y vinieron y se llevaron todo lo que contenía, salvo sus folletos y sus Biblias, que arrojaron a la cuneta. Y Andrew tuvo que andar treinta millas descalzo y en paños menores, con tres grandes heridas en la espalda, producidas por los ladrones cuando se resistió. Carie, al interrogarlo, se dio cuenta de que había sostenido una lucha terrible. Consiguió que le contara la historia a fragmentos. Sí, desde luego, había dicho que no quería ceder su carruaje. ¿Por qué tenía que cederlo? ¿Qué había hecho? Sí, los había azotado con el látigo hasta que lo sacaron del asiento, y entonces se levantó y les golpeó las cabezas una contra otra. Era tan alto que pudo hacerlo con facilidad, pero eran demasiados, no podía romperles las cabezas con suficiente celeridad. Carie le lavó las heridas y lo vendó, y él se quejó amargamente de tener que dormir de bruces durante semanas enteras, y llevado más por su irritación que por ningún otro sentimiento, fue al magistrado del pueblo y pidió que le devolviesen la mula y el coche. El magistrado era un hombre viejo, amante de la paz y del opio, y le dijo que aquello era imposible, pero que le daría el dinero. Pero Andrew insistió en que quería un carruaje y una mula. Lo amenazó con complicaciones internacionales si no lo complacía. Andrew echaba siempre mano de los tratados internacionales y la extraterritorialidad. ¿No tenía acaso el perfecto derecho de predicar el Evangelio? El magistrado lanzó un suspiro y prometió. La mula no fue encontrada; el magistrado presentó toda clase de excusas y dijo que, desgraciadamente, se la habían comido. Pero el carruaje fue encontrado hecho pedazos, y Andrew lo miró un poco contrariado, pero satisfecho. Por lo menos, nadie sacaría provecho de él. Volvió a cabalgar en su borriquillo, como medio de locomoción más seguro y, además, más adecuado para un hombre de Dios.
Éstos eran los procedimientos de Andrew durante aquellos días de expansión militante. Solía entrar en el pueblecillo o ciudad que había elegido como centro de sus actividades y se dirigía a la casa de té más importante de la localidad, ataba su borriquillo a una de las pértigas de bambú que sostenían el toldo de algodón y se sentaba a una mesa cercana a la calle. Su gran estatura, su larga nariz, sus ojos azules y brillantes, su aspecto totalmente de forastero agrupaban en un cuarto de hora una gran muchedumbre a su alrededor. En el transcurso de una hora, o en el tiempo necesario para que corriese con la velocidad del telégrafo de boca en boca el mensaje: «En la casa de té del Gran Puente hay un demonio extranjero», la ciudad entera se hallaba allí congregada, a menos que estuviesen enfermos. El dueño de la casa de té no sabía si estar contento o atemorizado de ver en su casa tal multitud. Lo cierto es que jamás había tenido un cliente como aquel gigante. "



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