El pabellón en los links (fragmento)Robert Louis Stevenson
El pabellón en los links (fragmento)

"Mientras me decía esto, levanté los ojos y vi a tres sujetos que discutían en la calle apasionadamente. Uno de ellos era el que acababa de abandonar la taberna, y los otros, por sus rostros morenos y expresivos y los sombreros blancos con que se cubrían, parecían de la misma raza. Se había formado a su alrededor un grupo de chiquillos que gesticulaban imitándoles en su habla. Destacaba particularmente, en aquella calle sombría, bajo el cielo gris, el tercero de los hombres parados. De alguna forma, ante su presencia, y sin razón alguna que lo explicase, yo mismo empecé a participar del miedo a los italianos de que me habían hablado.
Atardecía cuando, tras devolver los periódicos a la rectoría, marchaba a través de los «links» en busca de mi refugio. Nunca olvidaré aquella tarde. Reinaba un intenso frío. Se había levantado un fuerte viento que me cortaba los pies, enredándose en la dura yerba; una lluvia sutil y arrastrada a veces por violentas ráfagas de viento, cortaba mi rostro, mientras contemplaba cómo se levantaban montañas de nubes sobre los confines del mar. Ciertamente que el anochecer era lúgubre, y fuera por influencia del mismo, o por el nerviosismo que me había producido cuanto viera y escuchara en el pueblo, lo cierto es que mis pensamientos caminaban al compás de aquellos siniestros presagios.
Las ventanas altas del pabellón se alzaban sobre una gran extensión de los arenales, en dirección a Graden Wester. Para evitar que me divisasen, precisaba caminar por el borde del mar, al abrigo de las dunas más elevadas, y dirigirme desde allí hacia las lindes del bosque. Ya el sol estaba poniéndose, muy baja la marea, al aire las ciénagas, y yo caminaba pensativo, reflexionando sobre todos estos hechos y visiones, cuando me quedé aterrado al descubrir huellas de pasos marcados en la arena. Iban paralelas a mi propio caminar, no bordeantes del césped, sino depositadas sobre la propia playa, y al examinarlas, descubrí enseguida, por el tamaño y la tosca forma del calzado, que no pertenecían a nadie de los que en el pabellón se encontraban. Es más, dada la peligrosidad del paraje, sólo un forastero que no conociera la zona ni supiera de las arenas movedizas por allí extendidas, se hubiese atrevido a adentrarse por aquella siniestra playa de Graden.
Seguí las huellas paso a paso, hasta que un cuarto de milla más adelante vi cómo desaparecían en el borde sudeste de la ciénaga. Fuese quien fuese, allí había muerto el desgraciado. Dos gaviotas, que tal vez presenciaran su desaparición, volaban sobre su tumba emitiendo sus melancólicos gritos. El sol, que había conseguido tal vez por última vez en el día romper los celajes, sombreaba rojizamente la planicie. Helado de frío y abatido por mis propios pensamientos, rodeado de muerte por todas partes, contemplé aquella escena. Pensé si los gritos del infeliz, e ignoraba cuánto se habían prolongado los mismos, habrían llegado al pabellón. Iba a volver sobre mis pasos, cuando una violenta ráfaga de viento batió la playa. Y divisé entonces, tan pronto arrastrándose por la arena como balanceándose en el aire, un sombrero negro de fieltro blando, de copa, similar al que viera esa tarde en la cabeza de los italianos. Aunque no pueda asegurarlo, creo que grité. Arrastraba el viento el sombrero hacia la costa, y corrí rodeando la ciénaga para alcanzarlo cuando llegara. La ráfaga, por momentos abatida, lo dejó sobre las arenas movedizas, para al soplar de nuevo lanzarlo a pocos metros de donde yo me encontraba. Lo cogí cuidadosamente.
Y más tarde, en la tienda, tuve la sensación de que una extraña pesadilla sacudía mi sueño. Pero algo más había que esto, como pude observar al darme cuenta de que el toldo de la misma, que yo cerrara cuidadosamente al acostarme, estaba desatado, y al percibir un fuerte olor de aceite quemado. Sin duda alguien me había alumbrado con el foco de una linterna despertándome. Una simple visión de mi rostro y se había alejado. ¿Por qué? Sin duda, quien fuese, buscaba otra persona. De haberla encontrado, ¿qué hubiese sucedido?
No cabía duda: el pabellón estaba amenazado. Y pese a lo terrible de la noche, no dudé en salir de la tienda e internarme en la espesura que rodeaba el barranco, caminando casi a tientas, empapado por la lluvia, golpeado por la furia del huracán, y temiendo arrojarme en cualquier momento en los brazos del enemigo. Tal era la oscuridad, que aunque me encontrase en medio de un ejército, no podría apercibirlo, pues en el fragor del temporal ni la vista ni el oído me servían ya.
Rondé la interminable noche por los alrededores del pabellón sin ver alma viviente ni escuchar otros ruidos que los del viento, el mar y la lluvia. Sólo una débil luz, que se filtraba por el resquicio de una de las ventanas superiores, me hizo compañía hasta la amanecida. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com