Joseph Balsamo (fragmento)Alexandre Dumas
Joseph Balsamo (fragmento)

"-Joseph Balsamo: memorias de un médico-
En medio de un bosque de abedules deshojados por el tiempo, se alzaba la planta baja de unos de esos arruinados castillos edificados en otro tiempo por los señores feudales a su regreso de las Cruzadas.
Los pórticos magníficamente esculpidos, encerraban en sus nichos, en vez de las estatuas mutiladas, y arrojadas al pie de la muralla, matorrales y flores silvestres, sobresaliendo sus ojivas medio derruidas sobre el fondo de un cielo descolorido.
Al abrir los ojos, el viajero se halló ante las gradas húmedas y mohosas del pórtico principal. El fantasma que le había acompañado estaba allí, se encontraba de pie sobre la primera.
Un largo sudario lo envolvía por completo. Brillaban sus órbitas sin vista bajo los pliegues de la mortaja, y la descarnada mano le señalaba el interior de las ruinas, mostrando al viajero el término de su camino: una sala, cuya elevación por encima del piso ocultaba las piezas inferiores, en donde se veía oscilar una luz fantástica dentro de las bóvedas.
El viajero bajó la cabeza indicando su asentimiento; el fantasma subió las gradas con lentitud, y se internó en las ruinas. Con paso majestuoso y reposado, le seguía el viajero, y, subiendo los mismos escalones que su guía, penetró en el sombrío edificio.
La puerta del pórtico se cerró enseguida, vibrando como una muralla de bronce. El fantasma se detuvo a la entrada de una sala circular, alumbrada por tres lámparas que despedían verdes reflejos.
El viajero se detuvo a diez pasos.
—Abre los ojos —dijo el esqueleto.
—Veo —respondió él.
Con ademán altanero, el fantasma desenvainó una espada de dos filos que escondía bajo el sudario, y dio un golpe con ella sobre una columna de bronce, que contestó con una vibración metálica.
Alrededor de toda la sala se levantaron al punto las losas, apareciendo numerosos fantasmas semejantes al primero, empuñando como él espadas de dos filos, colocándose en círculo sobre unas gradas en que se reflejaba vivamente el resplandor verdoso de las tres lámparas, confundiéndose con el mármol por su fría inmovilidad, semejante a las de las estatuas sobre sus pedestales.
Todas estas visiones contrastaban con el negro cortinaje que cubría las paredes.
Se hallaban colocados siete sillones delante de la primera grada; vacío el uno, y los otros seis ocupados por otros tantos fantasmas que parecían los jefes.
Se levantó el que ocupaba el asiento de en medio e interrogó a la asamblea:
—¿Cuántos estamos reunidos aquí, hermanos míos?
—¡Trescientos! —respondieron todos con voz de trueno que fue a extinguirse de repente en las fúnebres colgaduras de las paredes.
—Trescientos —repitió el presidente—, que representan a diez mil socios cada uno, trescientas espadas, que valen por tres millones de puñales.
Enseguida, dirigiéndose al viajero, le preguntó:
—¿Qué solicitas?
—Luz —replicó este.
—Las sendas que conducen a la Montaña de los Truenos, son demasiado ásperas y escabrosas; ¿no temes perderte en ellas?
—No temo nada.
—Mira que si das un paso hacia adelante, te será prohibido volver atrás.
—No me detendré hasta llegar al fin.
—¿Estás decidido a jurar?
—Dictad el juramento, y juraré.
Con majestuoso y solemne acento, el presidente, levantando su mano, dijo las siguientes palabras:
«En nombre del Hijo Crucificado, jura la destrucción de los lazos carnales que puedan aún enlazarte a tu padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, parientes, amigos, queridas, reyes, bienhechores, o a cualquiera a quien hayas prometido en el mundo sumisión, gratitud u obediencia».
Con voz firme, el viajero repitió las frases que dictara el presidente, el cual continuó con la misma lentitud y solemnidad:
«Quedas libre desde este instante de la pretendida promesa hecha a la patria y a las leyes; jura descubrir al nuevo jefe a quien has reconocido, todo cuanto hayas visto o hecho, leído u oído, cuanto hayas aprendido o descubierto, y hasta investigar y espiar lo que no se presenta a tu vista». "



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