El hombre del salto (fragmento)Don DeLillo
El hombre del salto (fragmento)

"Keith cruzó el parque y salió a la calle 90 Oeste y era extraño lo que estaba viendo ahora junto al huerto municipal, acercándosele, una mujer en mitad de la calle, a caballo, con casco amarillo y fusta, balanceándose por encima del tráfico, y le llevó un buen rato comprender que caballo y jinete habían salido de alguna cuadra cercana y se dirigían al camino de herradura del parque.
Era algo que correspondía a otro paisaje, algo insertado, un acto de magia que durante un brevísimo segundo parecía una imagen vista a medias y sólo a medias creída una vez vista, cuando el testigo se pregunta dónde ha ido a parar el significado de las cosas, árbol, calle, piedra, viento, palabras simples perdidas en la ceniza que cae.
Llegaba tarde a casa, con un aspecto reluciente y algo enloquecido. Ésta fue la época, poco antes de la separación, en que Keith tomaba hasta la más simple de las preguntas por una manifestación de interrogatorio hostil. Daba la impresión de entrar por la puerta esperando las preguntas de ella, preparado para aguantarlas mirando al frente, pero Lianne no tenía el menor interés en decir nada. Creía saberlo ya, a estas alturas. Había comprendido que no era la bebida, o no solamente eso, y seguramente tampoco un devaneo con alguna mujer. Lo escondería mejor, se decía. Era quien era, su rostro nativo, sin elemento nivelador, las demandas de la vida social.
Aquellas noches, a veces, Keith parecía a punto de decir algo, un fragmento de frase, nada más, y así acabaría todo entre ellos, todo discurso, toda forma de acuerdo establecido, los trasfondos de amor que aún perduraran. Tenía esa mirada vidriosa en los ojos y una sonrisa húmeda en la boca, un desafío a sí mismo, adolescente y terrible. Pero no ponía en palabras lo que fuera que allí hubiese, algo tan cierta y temerariamente cruel que asustaba a Lianne, expresado o no. Esa mirada la asustaba, la inclinación del cuerpo. Se paseaba por la casa con el cuerpo ligeramente inclinado, una retorcida culpa en la sonrisa, dispuesto a romper una mesa y quemarla para poder sacarse la polla y mear en las llamas.
Iban en un taxi hacia el Downtown y empezaron a agarrarse, a besarse, a palparse. Ella dijo, en murmullos urgentes: Es de cine, es de cine. En los semáforos, los peatones se paraban a mirarlos, dos o tres, dando por un instante la impresión de flotar por encima de las ventanillas, y a veces uno solo. Los otros se limitaban a cruzar, les importaba un pimiento.
En un restaurante indio el hombre de detrás del atril dijo: «No servimos mesas incompletas.»
Lianne le preguntó una noche por los amigos que había perdido. Keith habló de ellos, Rumsey y Hovanis, y el que había sufrido gravísimas quemaduras, cuyo nombre ella había olvidado. En tiempos conoció a uno de ellos, Rumsey, creía que era, un momento, en algún sitio. Keith sólo habló de sus características, de sus personalidades, de si casados o solteros, de si hijos o no hijos, y con eso bastó. Lianne no quiso oír nada más.
Seguía allí, casi siempre, la música de la escalera. "



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