El tesoro (fragmento)Miguel Delibes
El tesoro (fragmento)

"Las mujeres que permanecían en la Plaza y otras, que a sus voces habían salido de las casas con niños al brazo o de la mano, miraban a lo alto y animaban a los hombres que trepaban por los riscos, como en descubierta, precedidos por el muchacho del jersey amarillo. En el bancal de los castaños, docena y media de hombres aguardaban a los rezagados y, una vez juntos, rodearon el castro en fila india, con dirección al camino.
—Van a reunirse todos en el extremo del cortafuegos —dijo Jero—. ¡Venga, manos a la obra!
Los cuatro muchachos se congregaron en el recinto, fuera del hoyo excavado por don Lino, de forma que, desde su posición, podían observar cuanto ocurriera en el cortafuegos. Jero, con su mirada azul, velada por una melancólica tristeza, fruncía los hombros a cada paso, mientras el Fíbula juraba entre dientes y Ángel, asustado, todo ojos, miraba obsesivamente la entrada del cortafuegos de donde llegaba el monótono bordoneo de los motores. Sobre el castro planeaba de nuevo el bando de buitres del primer día. El Fíbula siguió un rato sus evoluciones arrugando el ceño:
—Mira esos cabrones a la espera —dijo por lo bajo, guiñando un ojo.
—¡Calla, coño! —saltó Ángel.
Jero se impuso:
—¡Basta! —dijo—. A trabajar.
Con el rabillo del ojo vio aparecer al Papo, encabezando el grupo, junto al muchacho del jersey amarillo, cuyos pómulos altos y pulidos, su delgadez extrema le daban una apariencia oriental. Tras ellos, apenas a un metro de distancia, caminaba bullicioso el grueso del pelotón, blandiendo palas y dalles con decidido empeño bélico. Sobre el rumor de pasos de la guerrilla, resaltaban los golpes secos de la pata de palo del Papo al tropezar en los guijarros. Los muchachos, entregados a su trabajo, fingían no enterarse de nada, pero cuando el corro se cerró en semicírculo en torno suyo, Jero dejó cansinamente la piqueta en el suelo, y se llevó las manos a los riñones. Dijo amistosamente, fijando en el Papo su mirada resabiada:
—Buenos días tengan ustedes. ¿Ocurre algo? Oímos que las campanas tocaban a rebato.
Nadie respondió. Se abrió en torno un silencio profundo, demorado, al que la violencia represada del Papo ponía un contrapunto dramático. Su rostro imberbe, flojo, gelatinoso, con grasa hasta en los cartílagos de las orejas, se fruncía en mil pliegues en la sotabarba, desproporcionada a pesar de su corpulencia. Recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba, una pera, que miró y remiró varias veces, antes de arrancarle el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca. Sus pausados ademanes denotaban el mismo regodeo que el del gato ante el ratón acosado. Dijo con la boca llena, sin dejar de contemplar la fruta rota en sus manos:
—¿Es que no sabéis leer? ¿No visteis los carteles ahí abajo? ¿Cómo hay que deciros las cosas?
Se acentuó la expresión de inocencia en la mirada de Jero. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com