La isla sin nombre (fragmento)Elena Soriano
La isla sin nombre (fragmento)

"Ya está aquí mi Talgo, largo, largo, tan interminable que se deja la mitad fuera de la marquesina central de la estación, mientras en ésta resuena el altavoz avisando su llegada y su salida inmediata. Ha entrado despacio, sin ruido, con elegancia, pero con tanta prisa por irse, que apenas me da tiempo de recorrer mi andén y encontrar el número de mi vagón casi a la cola, como siempre hacen con las primeras, no sé si para bien o para mal, según haya choque o descarrilamiento. Cae tan alta la entrada sin estribo y sobre el puro terreno de grava, que me cuesta trabajo subir, pues tengo reúma en brazos y piernas, no hay consideración para la gente como yo... Me sé de memoria el asiento que me corresponde, entro en el departamento y aunque ahora nadie saluda a sus compañeros de viaje, yo me veo forzado a hacerlo: "Buenos días, señores, perdonen si molesto, creo que esta maletilla cabe encima de mi asiento, me parece que es éste, sí, vea mi billete, el número 18, lo siento caballero, pero me mareo si voy contra la marcha del tren, menos mal que he tenido suerte, los ordenadores suelen jugar malas pasadas, muchas gracias y usted dispense..." El tío me ha mirado con mala uva, sin responder palabra se ha largado del departamento, a lo mejor ni lleva billete, qué culpa tengo yo, carajo... Me instalo en mi sitio, pegado a la ventanilla, descorro la cortina con la intención de distraerme contemplando el paisaje, enciendo un "Rex", para eso estoy en el departamento de fumadores, aunque veo que sólo fuma una señora viejísima al otro lado del pasillo, pero pronto empezarán todos a echar humo, es la fija. Ya arrancamos, qué suave, ni me daría cuenta si no fuera porque el mercancías de la vía contigua parece caminar en sentido contrario, cuánto me chocaba las primeras veces, cuando era muchacho, me temía que el otro tren se metiera sin más, rompiendo topes y arrollándolo todo hasta derribar los edificios y seguir caminando por la población. Ahora me cansa mirar el desfile, igualmente en sentido contrario, de árboles, postes y alambradas que suben y bajan sobre prados verdes con alguna que otra vaca rumiando su aburrimiento. Ya no es que me aburra yo, es que no me puedo quitar de la cabeza lo que me ha pasado, me cago en la mar, con la ilusión que yo hice este viaje hace una semana, y con qué mala leche vuelvo. Y sin poder desahogarme con nadie, me distraería pegando la hebra sobre cualquier cosa con el viajero sentado junto a mí, pero resulta que es una viajera, bastante joven y bien vestida, que me ha mirado un segundo de arriba a abajo con desprecio apabullante y se ha sumido en la lectura del montón de revistas de colorines que lleva sobre el halda. Y los dos asientos de enfrente, los últimos del vagón, pegados a la pared del fondo, están ocupados por un matrimonio maduro que se odia visiblemente y que primero ha reñido en voz alta, culpándose mutuamente de su molesta situación contra la marcha del tren y luego, los dos se han quedado mudos, tiesos, los ojos fijos, como peces congelados, mirando ambos a lo lejos, sin tener horizonte para hacerlo. "


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