Falconer (fragmento)John Cheever
Falconer (fragmento)

"Una mañana, por ejemplo, lo había despertado muy temprano el ruido del váter y se encontró entre los fragmentos de un sueño. No estaba seguro de la profundidad del sueño, pero nunca había sido capaz (ni tampoco sus psiquiatras) de definir claramente las morenas de la conciencia que componían las orillas del despertar. En el sueño vio el rostro de una mujer hermosa que le gustaba pero que nunca había querido mucho. También vio o sintió la presencia de una gran playa en una isla. Se oía una nana o la música de un anuncio. Persiguió esos fragmentos que se alejaban como si su vida, su autoestima, dependieran de que consiguiera unirlos en un recuerdo coherente y útil. Escaparon, intencionadamente, como un jugador a la cámara en un partido de fútbol, y una tras otra vio desaparecer a la mujer y la presencia del mar, y oyó cómo se apagaba la música. Miró su reloj. Eran las tres y diez. Cesó la conmoción en el váter. Se quedó dormido.
Días, semanas, meses o lo que fuese más tarde, se despertó del mismo sueño de la mujer, la playa y la canción, las persiguió con la misma intensidad de la primera vez, y las perdió una tras otra mientras la música se apagaba. Los sueños imperfectamente recordados —si se los perseguía— eran algo común, pero la dispersión de ese sueño era inusualmente profunda y vívida. Se preguntó, desde su experiencia psiquiátrica, si el sueño era en color. Lo había sido, pero no de un color brillante. El mar había sido oscuro y la mujer no llevaba los labios pintados, pero el recuerdo no estaba limitado al blanco y negro. Echaba de menos el sueño. Estaba francamente irritado ante la evidencia de que lo había perdido. Era, por supuesto, inútil, pero le había parecido como un talismán. Consultó su reloj y vio que eran las tres y diez. El váter estaba en silencio. Se durmió de nuevo.
Eso sucedió una y otra vez, y quizá otra vez. La hora no siempre era exactamente las tres y diez, pero sí era entre las tres y las cuatro de la mañana. Siempre se quedaba con una sensación de enojo ante el hecho de que su memoria podía manipular, de una manera del todo independiente de cualquier cosa que él sabía de sí mismo, sus recursos en diseños controlados y repetitivos. Su memoria disfrutaba del libre albedrío, y su irritabilidad se veía reforzada por la comprensión de que su memoria era tan ingobernable como sus genitales. Entonces una mañana, cuando corría del comedor al taller por el túnel oscuro, oyó la música y vio a la mujer y el mar. Se detuvo con tanta brusquedad que varios hombres chocaron contra él y dispersaron el sueño con el tremendo golpe. Así que aquella mañana no hubo nada más que hacer. Pero el sueño reaparecía una y otra vez en diferentes lugares de la cárcel. Entonces, un anochecer, en la celda, mientras leía a Descartes, oyó la música y esperó la aparición de la mujer y el mar. La galería estaba en silencio. Las circunstancias para la concentración eran perfectas. Razonó que si podía captar un par de frases de la canción, estaría en condiciones de recomponer el resto del sueño. Las palabras y la música se alejaban, pero fue capaz de seguir el ritmo de su retirada. Cogió un lápiz y un trozo de papel, y se disponía a escribir las frases que había oído cuando comprendió que no sabía quién era ni dónde estaba, que los usos del váter que miraba eran absolutamente misteriosos, y que no conseguía entender ni una sola palabra del libro que tenía en las manos. No sabía quién era él. No sabía su propio idioma. Interrumpió bruscamente la persecución de la mujer y la música y se tranquilizó cuando desaparecieron. Se llevaron con ellas la experiencia de una total alienación y lo dejaron con una ligera náusea. Estaba más golpeado que herido. Cogió el libro y descubrió que podía leer. El váter era para los residuos. La cárcel se llamaba Falconer. "



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